Basta mirar el hecho social con calma para darse cuenta del paralelismo inquietante, por lo nítido, que existe entre un personaje como Chen Kai y el país que lo arropó, y el mismo país que deja a su muerte y al cual ya no podría pertenecer como mago.

A los no tan millenials les resultará fácil recordar las apariciones que en televisión hacía con relativa frecuencia el que quizá fue el mago más mediático, lo cual lo convertía automáticamente en el señor mago, en el único, el que rebanaba el queso.

Sólo que hay una salvedad, lector querido —si lo vivió se lo recuerdo y si no, se lo digo—: las tres generaciones que se reunían en torno a la televisión para ver programas tanto infantiles como “de revista”, en donde aparecía Chen Kai, sabían, sabíamos, que la palabra mago no quería decir brujo ni chaman ni homeópata ni “ser de luz” ni nada de eso. Chen Kai era exactamente un mago —no un prestidigitador—, al que no recuerdo que se le cayera jamás un acto a la mitad; un sujeto dedicado al mundo del entretenimiento que sabía hacer trucos —comprados o de su invención—, y nadie andaba buscándole a la engañosísima distancia de la televisión cuál era el secreto. Era un mago profesional y “hacía magias”, o sea, trucos sin explicación lógica pero trucos al fin y al cabo.

Los menores, púberes digamos, los intentamos, con sonados fracasos —el que no haya soñado con ser mago, que tampoco esconda en la memoria la varita mágica de cartulina negra—. Los mayores, los padres, lo veían con atención y se dejaban sorprender con muy buena fe: en aquellos entonces, la televisión de la familia se pagaba en plazos a lo largo de 36 mensualidades nada piadosas y había que sacarle provecho. Y se sorprendían pero no porque Chen Kai tuviera poderes extraterrenos, sino porque veían un hecho inexplicable, ameno, pero que no dejaba de ser un truco. Y los abuelos lo miraban casi de reojo, y en cuanto aparecía enterita y coleando la joven mujer que un minuto antes había sido “aserrada” por la mitad del cuerpo, se encogían de hombros antes de continuar con sus cosas y decir algo así como: “Es truco, es un mago”. O sea: lo ves, parece real, sabemos que es un cuento bien contado pero no deja de ser un puro cuento.

En la época de esplendor de Chen Kai, eso era México: un país con toda la riqueza imaginable pero que una clase política muy reducida administró durante décadas a su antojo mientras nosotros, los mexicanos, sabíamos que aquellos eran políticos, no brujos ni chamanes ni homeópatas: era gente que sabía hacer trucos y que echando mano de esas artes permitían la permeabilidad social, el crecimiento de una clase media, la proliferación de una capa de escasos recursos que en realidad no vivía en la miseria sino en el Monte de Piedad, que es muuuuy distinto. Vivíamos en un país que brindaba el bienestar poco a poco y todos sabíamos que ese goteo era cuento: al mejor estudiante de la especialidad que usted quiera no se lo peleaban las grandes empresas, sino que se veía en el trámite necesario de “echar mano de palancas” a fin de conseguir un trabajo acorde a sus cinco años de estudios profesionales. Y un hecho así no era mal visto. Es verdad que ya por entonces se vendían plazas —desde los romanos se comerciaba con ellas—, pero no era lo común: el ascenso social se daba “con palancas”, recomendaciones, favores cobrados o por cobrar y escalafones kilométricos. Esto es, magia de la de truco que no impresionaba a nadie pero que si pegaba, pegaba, y no había poder humano que la despegara.

Ese mundo que a su modo y en su terreno representó Chen Kai —sin deberla ni temerla, hay que decirlo—, era el México de la inocencia. Una inocencia un tanto percudida, si usted quiere, domesticada, pero inocencia al fin.

De forma por demás peculiar, fueron contemporáneos Chen Kai y alguien quien sería la némesis de cualquier mago que apareciera por televisión: Beto El Boticario. Era un personaje muy bien pensado no para desenmascarar los trucos más sencillos de sus camaradas, sino para hacer reír. Y el hombre era el rey de la escena en cuanto aparecía a cuadro: con gran capacidad de improvisación, respetuoso, poseedor de la imagen del tío solterón de la familia que se tiró a la bohemia y a la magia, salvo que a él todo le salía mal y quedaban a la vista los resortes, los delgados hilos que sostenían objetos, los mazos de cartas trucados.

Y Beto El Boticario fue, entonces, el México que vendría —“Tatatiú, tatatiú, tatatiú taratantan”—: al que no le importaba que se le vieran los hilos ni los trucos ni nada: importaba el resultado que se sostenía en la risa ácida del espectador al saber que en efecto la vida cotidiana era así: adiós a las palancas, a tanto la plaza y bienvenidos los títulos de estudios impresos a la perfección ahí por los arcos de la plazuela de Santo Domingo.

Y todavía después los magos mexicanos se fueron más a la baja, igual que el país: se agotó el petróleo, la impunidad se hizo ley, se disparó alocadamente la tasa de natalidad y hoy los charlatanes en la televisión, la radio, los periódicos y las redes sociales tratan de sacar a diario de su chistera a un conejo que jamás estuvo ahí.

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