El mundial de futbol está por concluir. Durante un mes hemos sido testigos de muchos resultados sorprendentes y de cambios de estafeta cuyas repercusiones se irán concretando con el paso de los meses. Pero también hubo oportunidad de confirmar algunos hechos que se tenían claros antes de iniciada la competencia: que Argentina no tenía pies ni cabeza, que Francia cuenta con los elementos para superar su actuación en la Eurocopa 2016 y que México padece una tremenda falta de creatividad.

De todas, Croacia es la única escuadra que ha consolidado la solidaridad como su principal herramienta. Para Simon Critchley “(un) equipo es una cuadrícula, una figuración dinámica, una matriz de nódulos en movimiento, en cambio constante, pero que a la vez se esfuerzan por perpetuarse en un mismo estado (…). Un equipo funciona cuando el todo es claramente superior a la suma de las partes”.

Al desempeño de Croacia le debemos haber frustrado el renacimiento cabal de la selección de Inglaterra y la posibilidad de presenciar un encuentro entre dos países que han mantenido una rivalidad que roza la animadversión. Franceses e ingleses sostienen un pulso constante por la hegemonía cultural europea.

Aunque no vayan a verse la cara con sus eternos oponentes en la final, los ingleses pueden presumir que su ser nacional se despliega como una frivolidad —el tweed, el té, sus maneras— que se nutre de la catástrofe. Incluso franceses ilustres han admirado la autonomía y la determinación británicas. Tal fue el caso de Voltaire, sugestivo anglófilo que escribió en su diccionario filosófico: “¿Por qué no puede el mundo parecerse más a Inglaterra?”. La pregunta surgió luego de sus viajes por la isla, en los que descubrió que las libertades civiles por las que luchaba no estaban supeditadas a otra fuerza que a la de las instituciones que las garantizaban, lo que cristalizaba el sueño de la ilustración en cuyo núcleo se concebía la victoria de la libertad y de la razón. Como suele ocurrir en las efusiones históricas, cuando Voltaire se planteó la universalización de los derechos vigentes en Inglaterra, su optimismo tropezó con la frontera inamovible del nacionalismo.

Otro exponente galo de la anglofilia fue Alexis de Tocqueville, quien explicó una de las diferencias más visibles entre la aristocracia inglesa y la francesa: “Gentleman y Gentilhomme tienen evidentemente el mismo origen, pero gentleman se aplica en Inglaterra a todo hombre bien educado, cualquiera que sea su nacimiento, en tanto que en Francia gentilhomme sólo se aplica a un noble de cuna. La diversa significación de estas dos palabras de origen común es consecuencia del diverso estado social de los dos pueblos”. Si los aristócratas insulares participaban activamente de la conquista y defensa de sus prerrogativas, sus convicciones tenían un fundamento social y no meramente económico. Según Tocqueville, esta última peculiaridad hacía improbables los estallidos de violencia civil.

Cabe recordar que, a mediados del siglo XIX, Inglaterra sirvió como refugio para buena parte de los revolucionarios que pretendían erradicar la figura de la monarquía. Un buen ejemplo de ese cosmopolitismo sui generis fue una fiesta que tuvo lugar en Londres en febrero de 1854. El cónsul estadounidense fue el organizador y James Buchananan —quien ya tenía aspiraciones presidenciales—, el anfitrión. Acudieron a la velada los grandes exiliados de mediados del XIX: el ruso Alexander Herzen, el húngaro Lajos Kossuth, el francés Alexandre Ledru-Rollin, el polaco Stanislaw Worcell y la triada italiana compuesta por Giuseppe Garibaldi, Giuseppe Mazzini y Felice Orsini. Si el objetivo era conciliar una pretendida federación de pueblos libres europeos, aquello terminó en una juerga abundante en discusiones bizantinas sobre el destino de Europa y la esperanza que representaba el “nuevo mundo americano”, es decir, Estados Unidos. Una reunión de tales pretensiones, paradójicamente, sólo era posible en un país gobernado por una aristocracia terrateniente elegida por una burguesía próspera y orgullosa de su sentido de clase, satisfecha con su propia acepción de la prosperidad.

Pero esos motivos de admiración poco importan cuando la pelota está en juego pues, como resume Ian Baruma, desde 1960 se desestiman incluso las proezas de la Segunda Guerra y “cuando los británicos vuelven para combatir en Europa, lo hacen como hooligans o hinchas de sus equipos de futbol, en una historia que se repite a sí misma con tintes de horrible borrachera de cerveza”.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses