Cannes debe ser uno de los lugares más extraños que he visitado. Por una parte es un destino de playa para que los millonarios visiten sus yates en el verano; por la otra la lluvia aterriza sin piedad y sin distinción sobre habitantes y foráneos. El festival de cine de la ciudad también está inevitablemente sujeto a la contradicción: en su alfombra roja los cineastas en competencia caminan glamorosos e inalcanzables, pero en las pantallas —al menos este año— los vulnerables son el centro de atención en películas que abordan el privilegio, ya sea desde la denuncia directa —y cansada y melodramática— de Ken Loach, o desde perspectivas más originales, como las de Mati Diop y Bertrand Bonello. Por supuesto, la opresión contemporánea no es el único tema en el Festival de Cannes, pero no es difícil ver nuestro mundo filtrándose en sus pantallas. El cine, en este punto crítico cuando colapsan el liberalismo y la civilización cristiana, está captando la venganza de los olvidados.

Ejemplo claro de esta tendencia, y una de tres películas en el festival que abordan temas sociales a partir del cine de zombis, Atlantique (2019), de la francesa Mati Diop, nos muestra una historia de amor truncada por el abuso empresarial, que se consuma y se consume en el regreso a la vida. En Dakar una muchacha abandonada por un hombre que se va a buscar trabajo a España se casa por dinero mientras sigue pensando en el novio que se fue. Pronto comenzará a topárselo en extraños incidentes. Vivo a pesar de la muerte, él es parte de una extraña invasión de cadáveres que exigen justicia a un empresario senegalés. Definitivamente Diop no alcanza en su primer largo la envidiable calidad de su cortometraje Mille soleils (2013) pero tampoco se ubica lejos. Su estilo es extraño e ingenuo pero único. Sus temas son indispensables.

A juzgar por el título de Zombi Child (2019), del francés Bertrand Bonello, quizá sobraría decir que tiene mucho en común con Diop, pero si ella juega con el cine de zombis con ternura y sensualidad, Bonello utiliza la idea para explorar el prejuicio y el privilegio en la Francia contemporánea. Zombi Child nos habla de un grupo de amigas blancas y ricas en una exclusiva escuela, y de su torpe encuentro con una muchacha descendiente de haitianos. Aunque lo sobrenatural llega en algún punto, Bonello procura retrasarlo lo más posible para evitar una película tanto literal como metafórica. Su filme es más bien un sutil retrato de una sociedad que dice querer adoptar a los oprimidos pero que en la práctica los caricaturiza y desconfía de ellos. De hecho es lo que hace involuntariamente Ken Loach en su nuevo filme.

Sorry We Missed You

(2019) me hace preguntarme —más que la otra decena de películas de Loach que he visto, salvo por Kes (1969)— por qué un cineasta tan inepto es un referente del realismo inglés y uno de sólo nueve directores en recibir dos veces la Palma de Oro de Cannes. De por sí Loach tiende a un melodrama exagerado y didáctico, pero su nuevo filme está empantanado de telenovela. Sus personajes hablan en lugares comunes y sus incidentes escalan de lo intenso a lo ridículo. Debo decir que estoy de acuerdo con su crítica de un mundo basado en la explotación, pero con tal de conmover al público, Loach termina humillando a sus personajes más de lo que lo hacen sus patrones. En Sorry We Missed You , donde el protagonista es ignorado, golpeado, humillado, robado y hasta orinado, uno se pregunta si la crueldad no provendrá, más bien, de los creadores.

Vale la pena quejarse también del estadounidense Terrence Malick. Después de los varios comerciales de perfume de más de dos horas que derivaron de la que me parece su obra máxima, El árbol de la vida (The Tree of Life , 2011), el gran autor aniquila su futuro —y la paciencia de al menos un admirador suyo— con A Hidden Life (2019). No difiero en la intención de Malick de celebrar a Franz Jägerstätter por rehusarse a participar en el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, pero sí me opongo a la beatificación de su nombre y a la pobre comprensión de su contexto. En casi tres horas, Malick logra revelarnos insondables verdades, como que los nazis son malos; que Dios ahorca pero no aprieta —aunque a veces de plano decapita—, y que Jägerstätter era bueno. Acabo de lograr lo mismo en una oración.

En una hora menos, y fijándose sobre todo en las acciones y los breves pero magníficos diálogos, el catalán Albert Serra nos describe la decadencia del liberalismo y su primo letal, el libertinaje. Liberté (2019) comienza como una especie de Salò (Salò o le 120 giornate di Sodoma , 1975) en la Francia del siglo XVIII, pero si Pasolini hizo en su filme una grave, grotesca y genial denuncia del fascismo, Serra nos muestra a unos libertinos franceses en los años antes de la revolución que alcanzan en la depravación consentida una autonomía universal. Sus placeres son a menudo perturbadores, pero nos hacen preguntarnos hasta qué punto el consentimiento es genuino, el dolor deseable y el placer moral. Hasta ahora, es la mejor película que he visto en Cannes.

Ya descrito el triunfo de Serra, vale la pena abordar otras dos películas subversivas. Jeanne (2019), de Bruno Dumont, corrige los excesos de su episodio anterior, Jeannette, l'enfance de Jeanne d'Arc (2017), y expande sus desafíos. De nuevo, los actores son elegidos más por sus rostros que por sus habilidades interpretativas, y el humor es un ejercicio más moderado en la frustración. Si en Jeannette abundaban los números musicales, aquí Dumont los esparce para desorientar al espectador, que quizá se desespere entre los contrastantes tonos de la película. The Lighthouse (2019), del director de La bruja (The VVitch: A New-England Folktale , 2015), Robert Eggers, no es tan exitosa en sus intenciones.

En La bruja Eggers daba la impresión de ser un director obsesionado con los detalles y la investigación, hasta el punto en el que su trama se desbordaba por querer abarcarlo todo. Casi sucede el derrame entonces. En The Lighthouse claramente pasó. La historia de un par de cuidadores de un faro ha atraído comparaciones —a mi juicio infundadas— con Tarkovski, Bergman y Stevenson. Sin querer sugerir una influencia, la relación de aspecto y el blanco y negro me recuerdan más bien al Dreyer de Vampyr (1932), mientras que la narrativa de obsesión y puritanismo sexual, aparentes dobles y juegos de mentiras e infortunio, obedecen más bien a la literatura fantástica de Wells, Bloy y decenas de otros. Eggers comprende muy bien los patrones de la fantasía previa al siglo XX, sin embargo su error es querer aglutinar todo lo que sabe en una sola historia que podrían ser muchas. En el plano audiovisual, sin embargo, hay imágenes de un ingenio notable. Quizás un mejor coguionista pueda salvar a Eggers de su propia ambición.

Beanpole (Dylda

, 2019), de Kantemir Balagov, podría entrar en el terreno subversivo pero su estética obedece mucho a la de Aleksandr Sokurov y no tiene el arrojo que nos dio películas tan extrañas y formidables como la ininteligible Días de eclipse (Dni zatmeniya , 1988). Sin embargo Balagov sí logra momentos tan inquietantes como formidables en la historia de un par de amigas rusas en los meses posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Lo que revelan sus sórdidas vivencias es la intensa melancolía de un mundo triunfal, sobre todo para un par de mujeres que bien podrían ser entrevistadas de Svetlana Alexiévich. La Leningrado de 1945 es un espacio gris y hostil donde las esperanzas de un mundo nuevo se disuelven en la cotidianidad y la violencia de ser mujer.

Aunque su tema central no es la feminidad, me parece pertinente continuar el recuento de lo visto con Little Joe (2019), de Jessica Hausner. Después de todo, su filme nos hace dudar de la perspectiva de una investigadora botánica que logra desarrollar una planta mutante capaz de provocar la felicidad a quien inhale su polen. Como en el cine de Polanski, la ambigüedad entre lo que sucede y lo que se percibe desorienta a la audiencia y nos hace preguntarnos si estamos ante un filme sobre una sociedad que aún cree en la histeria y otros estereotipos sobre las mujeres, o ante la desastrosa consecuencia del capitalismo desmedido. Independientemente de sus cualidades dramáticas, Little Joe nos muestra a Hausner en uno de sus mejores momentos en términos audiovisuales. El paralaje, los planos cenitales y los robóticos movimientos de la cámara, así como la inquietante banda sonora, comunican lo mismo o incluso más que las acciones. Todo esto puede dar la impresión de saturación, es cierto, y la ambigüedad parece en ocasiones orientarse a la superficialidad, pero Litttle Joe me parece singular.

En los últimos días colegas y amigos han sugerido dos fuertes candidatas para la Palma de Oro, el premio mayor del festival. La primera es Dolor y gloria (2019), de Pedro Almodóvar; la segunda es Portrait of a Lady on Fire ( Portrait de la jeune fille en feu , 2019), de Céline Sciamma. Aunque ambas me parecen películas emotivas que demuestran un tremendo dominio formal, creo que las dos resultan primordialmente anecdóticas. Su fin es la idealización, más que la exploración, y su forma lo refleja en su intento de asombrar y conmover. Por lo que he visto, el resultado es efectivo, pero aunque habrá quien difiera —y quizá tenga razón—, en mi opinión las sensibilidades no son homogéneas ni la conmoción universal. Como crítico, mi criterio es la forma, y creo que Almodóvar alcanza una buena expresión de su estilo pero no la más original. Sciamma crea una obra que funciona más como concepto —buena parte de los planos parecen retratos, como los que se dedica a hacer una de las protagonistas— pero la trama es delgada e incluso trillada. A mi juicio, dos buenos artistas crean obras sensibles, íntimas pero no magistrales.

Para el cierre, un par de películas, incluidas en sus respectivas secciones con el solo fin de complacer —resultan urgentes después de Serra o Balagov—: The Climb (2019), una inusual farsa estadounidense, de Michael Angelo Covino, y First Love ( Hatsukoi , 2019), del muy japonés Takashi Miike. Aventuras formalistas cuyo mayor fin es entretener, ninguna trata a profundidad sus temas —si es que los hay como tales—. La primera es una colección de caprichosos pero impactantes planos secuencia que nos cuentan el auge y caída de una amistad entre dos tarados. La segunda es una desquiciada aventura que involucra gangsters, balaceras, traiciones y un perverso sentido del humor en lo que bien podría haber sido un anime. Ninguna es indispensable y sin embargo las dos son imperdibles.

Hay cosas que no lo valen, como el decepcionante regreso de Werner Herzog con Family Romance , LLC (2019), pero queda mucho más por discutir y por ver. Ya vendrá lo más relevante en la segunda y última entrega desde el Festival de Cannes.

Twitter:@diazdelavega1

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