El lunes pasado cerré la columna con una provocación y una pregunta: si no es buena idea obsesionarse con la evolución de los homicidios, ¿cómo debería medirse el éxito o fracaso de un gobierno en materia de seguridad?

Como prometido, van hoy algunas ideas:

1. Al final del día, lo único que puede controlar directamente un funcionario público es la calidad de las instituciones bajo su mando. Por ejemplo, el próximo secretario de seguridad pública podría comprometerse a mejorar la calidad de la Policía Federal (PF). Eso tiene métricas concretas de reclutamiento, formación, profesionalización, carrera policial, remuneraciones y régimen disciplinario. No es algo vistoso, pero se siente en el mediano plazo.

2. A la par de esos indicadores de proceso, se puede usar como métrica la confianza de la población en sus instituciones de seguridad y justicia, utilizando la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (Envipe) que produce el INEGI cada año. En 2017, por ejemplo, 87% y 84% de la población tenía mucha o algo de confianza en la Marina y el Ejército, respectivamente. Para la PF, el número equivalente era 67%. Sería un objetivo razonable llevar la confianza en la PF a niveles como los que hoy tienen las Fuerzas Armadas para 2024.

3. Otra posibilidad es medir la percepción de seguridad de la población. Lograr que las personas se sientan seguras es un objetivo legítimo en sí mismo. En el largo plazo, la percepción y la realidad corren en paralelo, pero en horizontes temporales más cortos, es posible reducir el miedo sin necesariamente alterar los niveles objetivos de riesgo. En consecuencia, la percepción de seguridad puede ser un importante indicador de eficacia. En 2017 solo 33% de los mexicanos se sentían seguros en su municipio o delegación, contra 41% en 2012. Por ejemplo, podría ser una meta asequible para 2021 regresar la percepción nacional de seguridad a los niveles de 2012.

4. En un país de impunidad casi generalizada y de desconfianza estructural en las instituciones, lo deseable es tener más denuncias de delitos, no menos. En consecuencia, la llamada cifra negra (el porcentaje de delitos no denunciados) puede ser una métrica importante. En 2016, la cifra negra fue 94%, un número similar al de casi todos los años previos. Pero detrás de ese promedio nacional, hay variaciones regionales: en Baja California Sur, en el mismo año, la cifra negra fue 87%, por ejemplo. Un objetivo de mediano plazo pudiera ser llevar al país a ese nivel. No sería cosa fácil (significaría duplicar el número de denuncias o reducir en dos millones el número de delitos o alguna combinación), pero no es descabellado.

5. El motor de la violencia es la impunidad. Si alguien mata, no pasa nada en la mayoría de los casos. A nivel nacional, 82% de los homicidios intencionales se quedaron sin castigo en 2014, según datos recopilados por la organización Impunidad Cero. En Guerrero, el número comparable era 97%. Pero hay estados en el que la situación es mucho menos dramática: en Querétaro, por ejemplo, aproximadamente la mitad de los homicidios se resuelven. En consecuencia, el país se podría poner como meta llevar la impunidad en materia de homicidio doloso a niveles similares a los de Querétaro para 2024. Se requeriría un esfuerzo importante, pero no descomunal.

En resumen, hay muchas formas alternativas de medir el avance de la política de seguridad. El número de homicidios no es ni debe ser la métrica única para saber lo que está pasando en el país. Ojalá así lo reconozca y lo comunique el nuevo equipo gobernante. De otra forma, se van a volver rehenes del conteo mecánico de cadáveres. Eso no puede acabar bien.


alejandrohope@outlook.com. @ahope71

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