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Una mañana de abril de 1983 llamó Víctor Roura por teléfono a la sección cultural del unomásuno, donde los dos trabajábamos, y dijo: “Tengo una invitación para cubrir el Festival de la Nueva Canción Latinoamericana en Nicaragua. No puedo ir, tengo problemas con mi cartilla ¿puedes ir tú?”
Dos días después estaba en Managua. Durante todo el vuelo llevé en la mente las fotografías que Pedro Valtierra había publicado durante la ofensiva final del Frente Sandinista de Liberación Nacional en 1979 y las insuperables crónicas de Jaime Avilés. Nicaragua era una fiesta, el sandinismo había derrocado al dictador Somoza y la ciudad, vestida de sueños, recibía a los artistas de toda la región. Por las noches, esa sociedad de compas y alegría desbordada oía, desde las gradas del anfiteatro Tiscapa, a Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Pete Seeger, Daniel Viglietti, Chico Buarque… que cantaban sobre un escenario flotante en aquella laguna de origen volcánico.
De pronto, la estancia prevista para una semana se extendió a dos porque, mientras el festival finalizaba, el 2 de mayo tropas de la contrarrevolución, apoyadas por Ronald Reagan, invadían el país desde Honduras. Entonces las calles se vistieron de alerta. A los reporteros nos evacuaron del hotel. Y la cobertura de un entrenamiento de la milicia popular en el campo de los Brasiles me mostró el espíritu de la juventud nicaragüense. Adolescentes, jovencitas, amas de casa, estudiantes… todos voluntarios, serían movilizados. Aún los oigo cantando el himno sandinista en el trayecto a bordo del autobús:
Adelante marchemos compañeros/ avancemos a la revolución/ nuestro pueblo es el dueño de su historia/ arquitecto de su liberación./ Combatientes del Frente Sandinista/ adelante que es nuestro porvenir/ rojinegra bandera nos cobija/ ¡Patria libre vencer o morir!...
Nicaragua era una utopía, la esperanza de Latinoamérica. Y México apoyaba abiertamente al sandinismo. Inimaginable entonces que Daniel Ortega, uno de los héroes del FSLN, que el 19 de julio de 1979 derrocó a Anastasio Somoza, se convertiría en un dictador igual de violento que aquél, tan corrupto y aferrado al poder como él. Capaz de la represión, la tortura, el secuestro y la persecución de jóvenes como aquel al que un día combatió. Y hoy, los estudiantes que quizá son los hijos de aquellos de la milicia popular que me contaron sus sueños, piden justicia para los más de 250 muertos, los 2 mil heridos, los secuestrados y presos políticos; exigen la renuncia de Ortega y la de su esposa vicepresidenta, Rosario Murillo, y el adelanto de las elecciones.
Decía Susan Sontag que nuestra memoria es ya sobre todo visual. Del archivero interior salta una imagen: la de un guardia somocista cuando ejecuta de un tiro en la cabeza a Bill Stewart, reportero de la ABC, el 20 de junio de 1979. Registrada desde una furgoneta por su camarógrafo Jack Clark, la escena da la vuelta al mundo en televisión y el presidente Carter suspende el financiamiento a Somoza. Es el principio del fin de la dictadura y el principio del triunfo sandinista.
Casi 40 años después, el pasado 21 de abril, nos llega la imagen, en tiempo real, del asesinato del periodista Ángel Eduardo Gahona mientras cubre en directo, vía Facebook Live, las protestas contra Ortega. Reportero y camarógrafo de El Meridiano cae ante nuestros ojos cuando transmite el enfrentamiento entre fuerzas antimotines y ciudadanos de Bluefields. Lo escuchamos: “Viene la policía, vamos a buscar donde refugiarnos”, cuando cruza la calle y lo abate un tiro en la cabeza.
Me pregunto si las imágenes han dejado de sacudirnos y si hemos perdido capacidad de procesarlas.
Ernesto Cardenal, poeta; Sergio Ramírez, novelista; Gioconda Belli, escritora; Carlos Mejía Godoy, músico y compositor de aquel himno sandinista, exigen a Ortega que renuncie y deje de matar. Y piden la solidaridad del mundo. Que se escuche tan fuerte como la música y el viento de aquellas noches en Managua.
adriana.neneka@gmail.com
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