Hace dos días, un niño de 12 años conducía un coche a exceso de velocidad en la delegación Tláhuac . Nueve niños más, de edades similares, iban en el vehículo.

Al cabo de unas cuadras, el pequeño conductor perdió el coche y acabó en un choque. Cinco de los pasajeros no vivieron para contarla. El que manejaba sí. Y estaba, según testimonio de las autoridades, en estado de ebriedad.

Esta historia es extrema porque el conductor tenía doce años, pero algo similar le puede pasar a muchos.

Moraleja: el alcohol mata. Y mata en serio.

Según la Organización Mundial de la Salud , 2.5 millones de muertes son causadas cada año a nivel global por el consumo de bebidas alcohólicas, entre ellas las de 320 mil jóvenes entre 15 y 29 años de edad.

En México, hay no menos de 30 mil muertes (por cirrosis, accidentes viales, homicidios, suicidios, etcétera) asociadas de manera directa o indirecta al consumo de alcohol. De acuerdo con la Secretaría de Salud , el alcohol es responsable del nueve por ciento de la carga total de la enfermedad en el país (es decir, el número de días de vida sana perdidos por enfermedades, accidentes, etcétera).

Según la última Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco (Encodat 2016), uno de cada diez adultos mexicanos califica como consumidor consuetudinario; es decir, son personas que consumen cinco o más copas en una sola sentada al menos una vez por semana. Casi tres millones de personas consumen alcohol todos los días. De ese total, aproximadamente 300 mil son adolescentes que no han llegado a la edad legal para beber.

El alcohol genera una parte sustancial de la violencia en el país. De acuerdo con algunas estimaciones, el consumo de alcohol está conectado a tres de cada diez homicidios en México. Esa violencia de origen etílico es particularmente grave en el hogar: el riesgo de una mujer de sufrir una agresión física es 3.3 veces mayor cuando su pareja es un bebedor consuetudinario.

Dado ese panorama, el control del consumo de alcohol debería de ser un componente fundamental en la discusión sobre la violencia en México.

No lo es. No está en la conversación. No es prioridad en el gobierno, en el Congreso, en los partidos, en los equipos de campaña o en las organizaciones de la sociedad civil. Al menos no desde una perspectiva de seguridad.

Eso tiene que cambiar. No hay tal vez manera más rápida de incidir de manera importante sobre el nivel de homicidios y otras formas de violencia que controlar el consumo de alcohol.

No hay además que inventarle mucho. La Organización Mundial de la Salud presentó en 2010 un documento titulado Estrategia Mundial para Reducir el Uso Nocivo del Alcohol. Allí se puede encontrar un catálogo amplio de intervenciones de política pública. Entre otras cosas, se propone:

Ampliar el acceso a servicios de prevención y tratamiento de los trastornos por consumo de alcohol.

Incrementar los puntos de control y las pruebas de alcoholemia aleatorias (el alcoholímetro).

Regular el número, ubicación y horario de los puntos de venta de alcohol.

Limitar la mercadotecnia de bebidas alcohólicas.

Fijar precios mínimos para el alcohol.

Incrementar gradualmente los impuestos especiales al alcohol.

Esas medidas pegan seco en la industria del alcohol. Golpean también el bolsillo de los usuarios, la mayoría de los cuales no tiene un problema con la bebida. Son por ello impopulares y difíciles de procesar políticamente.

Pero salvan vidas. Vidas jóvenes, en su mayoría. Y si eso nos importa, tal vez deberíamos de estar dispuestos a pagar algo más, en dinero e incomodidad, por la cerveza o el vino que nos tomamos los sábados.

Y si no, pues digamos salud, pero sepamos que esa forma de salud deja muertos.

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