Antonio Lazcano Araujo, coordinador del Laboratorio de Microbiología del Departamento de Biología Evolutiva de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional es uno de los más eminentes científicos a nivel mundial dedicados al estudio del origen de la vida.

Por su trabajo académico y de investigación y divulgación ha recibido numerosos reconocimientos, tanto de universidades mexicanas como del extranjero. Además, es el primer científico latinoamericano que ha ocupado —dos veces consecutivas— la presidencia de la Sociedad Internacional para el Estudio del Origen de la Vida (ISSOL, por sus siglas en inglés), de la cual Alexander I. Oparin, autor del célebre libro El origen de la vida, y Stanley L. Miller, fundador de la etapa moderna del estudio del origen de la vida, también fueron presidentes. ¿Cómo fue su infancia, cómo empezó a interesarse en la ciencia? Él mismo nos lo cuenta.

En 1950, los padres del futuro investigador universitario vivían en San Francisco, California, Estados Unidos. Poco antes del parto viajaron a Tijuana porque no querían que Antonio naciera allá.

“En realidad, ellos querían que yo naciera en la Ciudad de México, y cuando se decidieron a venir acá, mamá ya no podía viajar porque el embarazo estaba muy avanzado.”

La niñez de Antonio transcurrió en el vecino país del norte. Como sus padres se empeñaban en que él y sus hermanos se consideraran, ante todo, mexicanos, siempre les hablaban en español.

“Vengo de una familia muy mexicana. Papá era extraordinariamente nacionalista, pero mamá también tenía una visión muy clara de lo que significa ser mexicano.”

San Francisco era en ese entonces una ciudad con un ambiente muy igualitario y Antonio asistía a una escuela multinacional en la que había niños de varios países; no obstante, nunca se adaptó del todo a la sociedad estadounidense.

“Me encanta decir que en mi escuela había niños morados, azules, verdes, rojos, blancos, amarillos. Nosotros vivíamos en una zona con una presencia mexicana muy fuerte.”

Libro determinante

A finales de la década de los años 50 del siglo pasado, la enseñanza de la ciencia en las escuelas primarias de Estados Unidos tuvo un despegue espectacular (se invirtió mucho dinero en ella), gracias al Sputnik, el primer satélite artificial en orbitar la Tierra, lanzado el 4 de octubre de 1957 por la entonces URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas).

“En mi salón de tercero de primaria teníamos un telescopio, un microscopio, un acuario, libros de ciencia, mapas y una maestra maravillosa, miss Stromberg. Cada semana, ella nos pasaba documentales sobre ciencia e historia natural, entre otros temas. Después averigüé que lo mismo sucedía en la junior high school, la high school y el college.”

En uno de los cumpleaños de Antonio, su padre tuvo la afortunada idea de regalarle el libro de Alexander I. Oparin, que, por cierto, todavía conserva.

“Sin duda, mi interés en el origen de la vida surgió con la lectura de ese libro.”

Un mundo raro

En las vacaciones escolares, Antonio y sus hermanos eran enviados a casa de su abuela materna, en la Ciudad de México, “para que no se les olvide que son mexicanos”, como decía su padre.

“Llegar a México era asomarme a un mundo raro porque si bien no era estadounidense, tampoco era mexicano, pero esto no me causaba problemas de identidad.”

En México, el idioma fue una fuente de conflictos para Antonio porque, a pesar de que hablaba, pensaba y soñaba en español, tenía problemas con este idioma. Otra fuente de problemas fueron los juguetes de los niños mexicanos de los años 50.

“Por ejemplo, nunca aprendí a jugar trompo, y los baleros me siguen pareciendo una cosa absolutamente extraña. No eran los juguetes que se usaban en Estados Unidos.”

Su primera teoría científica

Un día, la abuela materna de Antonio, que les mandaba libros a todos sus nietos desde México, le envió uno de Tarzán, que no le gustó porque, en las ilustraciones, éste aparecía con el pelo muy largo. Sin embargo, gracias a su lectura pudo concebir su primera teoría científica…

“En él se hablaba de un avión que caía en la selva, en el centro de África. A partir de ese hecho propuse la teoría de que en la selva había un imán gigante que jalaba a los aviones.”

Posteriormente, cuando Antonio dijo que quería ser astrónomo, su abuela materna le mandó los libros de su bisabuela, en los que ésta había estudiado astronomía.

“En esos libros de finales del siglo XIX, que también conservo, ni siquiera se menciona el descubrimiento de Neptuno.”

El investigador de la UNAM no se cansa de decir, parafraseando al poeta autro-húngaro Rainer Maria Rilke, que su patria son los libros de su infancia.

“Los libros han jugado un papel muy importante en mi vida, tanto que cuando mamá falleció mientras dormía, en lo que los médicos llaman la muerte de los justos, y entré en su habitación, en lo primero que pensé fue en los que me había regalado. Hoy en día, cuando pienso en mi familia, recuerdo los libros que nos enviaba mi abuela, en los libros que compraba mamá, en una enciclopedia que nos compró papá. Los libros fueron una constante en mi niñez.”

Llegada a México

Los padres de Antonio se divorciaron, por lo que él y sus hermanos se vinieron a vivir definitivamente a México. Allá, Antonio cursaba el primer año de la junior high school; aquí cursaría el segundo de secundaria.

“Papá quería que estudiara en el Colegio Alemán, pero mi abuela materna quería que lo hiciera en el Liceo Francés. Después de una serie de discusiones me inscribí en la Secundaria 15, ‘Albert Einstein’, que está enfrente del antiguo Colegio Militar. Tuve mucha suerte porque era una secundaria excelente; además, mis amigos de la cuadra estudiaban ahí.”

A decir de Antonio, la subdirectora de esa secundaria, una juchiteca muy guapa, alta, delgada, morena, de ojos negros muy intensos, con la energía característica de la mujer oaxaqueña, tenía una presencia impresionante.

“Ya sea en el patio o en el salón de clases, escuchábamos sus firmes pisadas. La maestra De Gyves, que así se apellidaba, nos daba historia. Por su parte, el director (creo que se llamaba Teodoro de la Garza y, comparado con la maestra De Gyves, era más bien chaparrito) nos daba física.”

Al terminar la secundaria, Antonio logró inscribirse en el plantel número 1 de la Escuela Nacional Preparatoria, que en esa época estaba en San Ildefonso, en el centro de la Ciudad de México.

“Recuerdo que, cuando fui a hacer el examen de ingreso —en el que, por cierto, me fue muy bien, lo cual me gusta presumir—, pasé frente a un edificio en el que se leía: ‘El Colegio Nacional’. ‘Bueno, si no me quedo en la Prepa 1, me vengo a El Colegio Nacional’, pensé.”

Quién lo diría: desde el 6 de octubre de 2014, Lazcano es miembro de El Colegio Nacional...

Biólogo por casualidad

En un primer momento, Antonio quería ser químico. Por eso, una vez que concluyó la preparatoria, fue a la Facultad de Química de la UNAM para conocerla, pero no le atrajo porque percibió que era muy conservadora. Después fue a la Facultad de Ciencias y llegó a la conclusión de que ahí la gente era más interesante.

“A la hora de inscribirme había dejado en blanco el espacio donde debía señalar qué carrera quería estudiar, y al llegar a la ventanilla, la secretaria —siempre he dicho que era una especie de Coatlicue, ‘la de la falda de serpientes’, reencarnada— me gritó: ‘¡Carrera!’ ‘Póngale biología’, le dije.”

De esta manera improvisada, Antonio comenzó a estudiar biología, aunque tampoco le gustó. Con todo, en el primer semestre llevó una materia (geología) con un maestro (Ochoterena) que daba unas clases deslumbrantes.

Un tanto frustrado, Antonio decidió tomar las clases que tomaban sus amigos de física y de matemáticas, y pronto descubrió que le complacían porque en ellas se podía teorizar.

“Había una materia optativa de astronomía que daba Manuel Peimbert. La tomé y me gustó, y a él le gustó mi devoción por las tareas. Al poco tiempo, él y su esposa, Silvia Torres de Peimbert, me invitaron a trabajar con ellos y entré en el Instituto de Astronomía, donde permanecí 12 años.”

Desde el principio, Antonio se interesó en la astroquímica, en la composición química de los cometas y meteoritos. Así, practicó una astronomía ligada al origen de la vida.

“Quería entender cómo era la Tierra primitiva, qué atmósfera tenía. Recordemos que la vida apareció muy pronto en la historia del planeta, y uno tiene que entender cómo fue eso, lo cual representa un problema astronómico.”

De acuerdo con Lazcano Araujo, es difícil responder cómo se originó la vida, porque esta pregunta implica un problema de origen, un problema histórico, y esto siempre pasa con las disciplinas históricas, como la biología.

“Uno no puede entender la naturaleza de los seres vivos si no considera su evolución, y la evolución es algo que transcurre en el tiempo. Las ecuaciones del movimiento de Isaac Newton fueron perfectamente válidas en la época en las que el físico y matemático inglés las dedujo, pero también lo son ahora y lo serán dentro de mil años. Eso es física, y no cambia. Sin embargo, el universo, igual que el planeta, tiene historia, y la historia va definiendo las entidades contemporáneas. En ese sentido, la biología es una ciencia histórica”, finaliza.

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