Estimados editores de El Universal: de antemano ofrezco una disculpa porque después de dos semanas muy clickbaiteras, primero con y luego con una reflexión sobre , hoy voy a presentar un texto muy poco polémico. Cero. Sospecho que sólo atraerá a mis haters de cabecera y, con algo de suerte, a las personas que, como yo, no pueden bailar.

He estado todo el día en el sofá viendo videos de baile y el tema se me metió en la cabeza como cisticerco. O como rola de Pharrell Williams.

Tanto estuve pensando en coreografías que hasta me acordé de cuando hacían un concurso de bailar rap en A todo dar. Treintones: qué doloroso era no tener Cablevisión y hasta la fecha sabernos las letra de “El Meneito” y “La Pelusa”, a poco no. Conapred.

En fin.

En este mundo, y sobre todo en un país como México donde hay música chida, tener la capacidad de bailar es una divisa muy poderosa. Si no cuentas con ella, tienes que aprender a darle la vuelta al asunto y desarrollar otros superpoderes. Está chido, porque te fuerzas a ser una persona interesante en áreas menos exploradas, pero mientras creces (como todo, maldita sea) es una joda.

Desde muy niña supe que bailar no era lo mío, pero no lo sufrí realmente sino hasta la secundaria. En la pastorela de la clase de teatro montaron una numerito musical con “Los pastores a Belén” y, por más que la maestra-tirana-de-las-que-creen-que-el-teatro-se-dirige-a-gritos-e-insultos me regañó, no me pude aprender los pasos. Su solución fue que me sentara al borde del escenario a cantar. La humillación fue tal que nunca más volví a actuar.

(Hoy podría estarme ganando un Ariel o un premio TVyNovelas, pero mírenme, terminé de bloguera.)

En las tardeadas escolares no se me dio el dance, el pop ni el tropical. Si hubieran puesto a Nirvana y a Green Day quizá hubiera podido brincotear y hacer air guitar, pero iba en , así que el rock estaba prohibido.

Con el tiempo descubrí que no era cosa de “intentarlo con fuerza” ni de “echarle ganitas”. Ser competente en la pista es 95% seguridad en ti mismo, 5% haber asistido a la Escuela de Baile Balderas. Es decir, es el coco de los introvertidos (#NotAllIntrovertidos). Con los años quizaaaaá logremos vencer parcialmente la ansiedad de hablar con la gente, ¿pero de ahí a bailotear sin estar conscientes de que cada uno de los músculos de nuestro cuerpo tiene la gracia de un tronco? Mmmmm, no lo creo.

Esto limita nuestra diversión en varias situaciones, sin que podamos controlarlo. Por ejemplo:

En varias ocasiones he asistido a salones tradicionales, como el California Dancing Club o el Ángeles, donde señores muy engalanados y perfumados insisten en sacarme a la pista. Y yo pienso: “Esta sería una oportunidad histórica para aprender unos pasos bien perrones; lástima que soy yo”, así que amablemente los rechazo. Por más simpáticos que sean, estos hombres suelen ser machos-sin-intención-de-rehabilitarse, y en sus cabezas un “no” nunca es un “no”, sino un “sólo necesito que me insistas más porque alguien inventó que las mujeres ‘se hacen del rogar’ y que hay que ‘conquistarnos’ en lugar de escucharnos”, así que es im-po-si-ble que se vayan. Por más que les explico que NO-PUEDO-BAILAR y que soy absolutamente incapaz de coordinar un pie con el otro –ya no digamos con mis brazos y mis caderas y mi cabezota–, terminan convenciéndome. Y lo que viene es una escena más incómoda que cuando andas paseando mientras andas bien pacheco y en eso te encuentras a tus suegros en la calle. Pisotones, jalones de mano, mis brazos enredados como si estuviera intentando bailar Locomía. Un descontento creciente en la cara del ñor, sonrisas nerviosas mías que rápidamente derivan en ansiedad. La canción se convierte en una tortura y yo nada más empiezo a contar los segundos para que termine, como si en vez de una sabrosa cumbia o una salsa prendidisísima fuera una sesión de depilación láser. Al final, los respetables-y-respetuosos catrines están que se los lleva la verga, en serio enojadísimos, y casi casi me avientan al rincón de donde vine. Y yo: Ay señor, SE LE INDICÓ, SE LE ADVIRTIÓ, SE LE DIJO.

Por eso ahora, cuando voy a un lugar donde el baile es inminente, me vendo el pie y finjo cojear toda la noche. “Me encantaría, pero me lastimé”, es mi pretexto. Pum, caso resuelto.

Con los años esto mejora y uno va encontrando personas aliadas cuyo pasatiempo favorito no es “sacarle brillo a la pista” (#frasesaevitar) o que de plano pagarían para no tener que hacerlo jamás. Hay diferentes grados de inbailadez , pero a quienes la padecemos nos pueden distinguir porque nos ocultamos en los rincones de las fiestas, impulsamos una agenda de música “prendida” que sólo requiera brincar y, sobre todo, vemos con envidia inocultable a los que parece que están protagonizando un video de Chayanne.

Malditos ¬¬

Algunos, sin embargo, alcanzamos un punto de borrachera en el que ya nada nos importa y empezamos a movernos. Cuando tenía 19 años, hubo una fiesta en el estacionamiento de la Facultad de Pollíticas en a la que bebí tantos, pero tantos asqueroalcoholes preparados del Oxxo, que pude bailar merengue muy bien. El efecto duró como 15 minutos. De inmediato volví a mi régimen de torpeza habitual. Nunca se volvió a repetir el fenómeno.

(Gracias, Kosako sabor “uva”.)

Sí, cuando estoy MUY borracha (más seguido de lo que cualquier médico recomendaría), puedo bailar. “Bailar”. En estas situaciones, lo peor que me pueden hacer querer controlar mis pasos sin sentido y adecuarlos a la forma “correcta”. No sé dar vueltas, no sé cómo “dejarme guiar”, no sé dejar de mover los hombros como si una colonia de ciempiés me estuviera caminando encima, no sé colocar el pie derecho en donde antes estuvo el izquierdo de mi pareja porque pa pronto soy de esas personas a las que les toma tres segundos saber qué lado es cuál. Pero sí que me puedo divertir.

Por eso odioOooOoOOoOooOooOo a los güeyes que dicen “Ay, yo tampoco sé bailar” y de inmediato se revelan como danceplainers. MENTIROSOS.

Mira nena, pero si es facilísimo.

Gente que baila: comprendan por favor que, para nosotres, sus pasitos son un lenguaje inextricable, como la termodinámica, las películas de David Lynch o el sitio del SAT.

Sí, bailar es maravilloso. O debe serlo, supongo. A veces sueño que puedo lograrlo, y es mejor que cuando mi cerebro dormido y empachado de tacos de suadero imagina que vuelo o que adopto otros diez gatitos o que tengo una cita con Seth Rogen y se ríe de mis chistes.

Pero no es para cualquiera. Así que por favor no revelen mi truco de la venda en el pie (o cópienlo, según sea el caso) y déjenme seguir disfrutando videos de gente que se mueve hermoso mientras estoy echada en la cama comiendo crema de cacahuate directo del frasco. Gracias.

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