Se ha escrito ya mucho sobre Dunkerque (Dunkirk, 2017), la última película del director inglés Christopher Nolan. Con la sola intención de no aturdir al lector con más de lo mismo preferí escribir sobre el hombre, no en términos de su biografía —Nolan es evasivo en este aspecto, por decir lo menos— sino en los de su obra. Mi intención es entender la identidad de Nolan como hacedor de cine para contribuir al debate sobre el valor de su filmografía. Para esto no puedo limitarme en ningún sentido, así que advierto al lector que voy a revelar los secretos de las tramas que me parezca necesario discutir. Es inevitable para una mejor comprensión de los artefactos y obsesiones de Nolan.

Desde el principio de su carrera, Christopher Nolan no parece haber cambiado mucho. Por eso me causan suspicacia las insinuaciones de originalidad en Dunkerque. Empezando por Following (1998), su primer largometraje, Nolan ha contado historias deshebradas en líneas paralelas: el presente se construye desde varios pasados, todos tensos, que concluyen simultáneamente para sumar el emocionante efecto de los varios desenlaces. El laberinto tan asociado a Nolan me parece una falacia porque sus líneas narrativas hacen giros, no desviaciones, y se dirigen todas a la misma salida. En todo caso se parecen más a los sobre su novela Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, que a los jardines de senderos bifurcados de Borges.

Si existe un par literario de Nolan, ese es más bien un estudioso de Borges, Joyce y Nabokov: David Mitchell. No puedo asegurar la influencia del novelista sobre el cineasta pero sí puedo notar las coincidencias entre ambos ingleses. Como las cintas de Nolan, las novelas de Mitchell narran varias historias de tiempos y espacios distintos que concluyen simultáneamente e influyen unas en otras. Mitchell es incluso más ambicioso porque sus muchos personajes son actores de un gran diseño que termina afectando a toda la humanidad en libros como Escritos fantasma o El atlas de las nubes. Los personajes de Nolan sólo conviven a través del tiempo consigo mismos y con sus antagonistas para definir su triunfo o su caída. Este último es el destino de Bill (Jeremy Theobald) en Following, que sin saberlo causa su implicación en el crimen de otro hombre, y también es el final de uno de los magos en El gran truco (The Prestige, 2006), que, pensando que la arquitectura de su venganza ha destruido a su rival, termina viendo su mezquino edificio colapsándose sobre él mismo. En este sentido, los protagonistas de Nolan algo le deben a las fantasías paranoicas de Hitchcock.

En el cine del original maestro del suspenso —hay que reconocerle a Nolan que él también es uno— se repite la idea del hombre equivocado. De Robert Donat en Los 39 escalones (The 39 Steps, 1935), a Cary Grant en Intriga internacional (North by Northwest, 1959), muchos protagonistas de Hitchcock son injustamente enmarañados en intrigas que ellos deberán resolver de manera inverosímil pero satisfactoria para el espectador. Nolan comenzó su carrera con tramas en las que sus protagonistas son traicionados por sus escuderos: quijotes apuñalados por sus sanchos, aunque también sucede en sentido contrario. En Following Bill (Jeremy Theobald), una especie de aprendiz del invasor de hogares Cobb (Alex Haw), cae en la trampa de su mentor; en Amnesia (Memento, 2000) Leonard (Guy Pearce) es utilizado por Teddy (Joe Pantoliano), el hombre que lo ayudó a matar al asesino de su esposa; en Insomnia (2002) el detective Will Dormer (Al Pacino) acepta que pudo no haber matado por accidente a su compañero; en Batman inicia (Batman Begins, 2005), Ducard (Liam Neeson), el maestro de Batman (Christian Bale), resulta ser un villano, y en El gran truco Cutter (Michael Caine), el mayor aliado de Robert Angier (Hugh Jackman), es en realidad un infiltrado de su rival, Alfred Borden (Christian Bale).

La traición, y más específicamente la mentira, es un tema importante en la filmografía de Nolan, pero también es el mecanismo primordial de su dramaturgia. Durante buena parte de sus películas Nolan nos engaña para sorprendernos al final de la narrativa con revelaciones inesperadas. En este sentido no dudo en contradecir a quienes dicen que Dunkerque es su manifiesto. El filme más revelador de los métodos e ideas de Christopher Nolan es más bien El gran truco.

Al hablar sobre la forma en que opera la magia, El gran truco nos revela no sólo los métodos de sus protagonistas sino también los de sí misma y de su director. Los tres actos de la cinta se corresponden con las tres fases de todo truco de magia según el monólogo de Cutter: “La Presentación”, donde se describe el acto; “El Giro”, donde se hace una desaparición, y “El Prestigio”, la culminación donde lo invisible regresa a la vista de todos. En todas sus películas —incluyendo Dunkerque, a pesar del poco desarrollo de sus protagonistas— Nolan nos presenta a los personajes para generar empatía, más adelante hace que la trama dé giros de tuerca y finalmente nos muestra su grandilocuente resolución. En esta operación Nolan parece identificarse a sí mismo como un mago que distrae la atención de un aspecto para ponerla en otro y al final asombrarnos. Sus protagonistas, que reúnen buena parte de las características que definen un filme de Nolan, tienen todavía más que decirnos sobre él.

Si Nolan comparte algo con Borges es la idea del doble. En “El otro” y “Borges y yo”, el maestro argentino se encuentra con otra versión de sí mismo. Ya sea su yo mucho más joven o el Borges literario, que contrasta con el hombre común, sus dobles son en cierta medida antagónicos. No representan lo que es sino lo que fue y lo que finge ser. En el cine de Nolan siempre nos encontramos con lo que parece una versión duplicada de sí mismo: el racional y el impulsivo, que pelean por el control de su mundo. En El gran truco, Angier y Borden son dos versiones del mismo hombre que padecen los mismos problemas del otro: ambos aspiran a la inasible perfección —como el perfeccionista Nolan, que prohíbe las botellas de agua en sus filmaciones porque lo distraen—, ambos pierden a sus esposas en circunstancias fatales y ambos están obsesionados con el otro y con la venganza. Ambos, no sobra decirlo, son los mismos personajes que veremos en casi toda la filmografía de Nolan. Pero uno de ellos, Borden, es más frío, inteligente y comprometido que el otro. En el cine de Nolan suele triunfar la versión racional: Cobb vence a Bill, Borden vence a Angier, Batman (Bale) vence al Guasón (Heath Ledger) —y a todos, de hecho—. Incluso en Interestelar (Interstellar, 2014) los razonamientos de Brand (Anne Hathaway) logran darle una coherencia —falsa, no sobra aclararlo— al amor y descubre que este sentimiento es una fuerza física. En el mundo de Nolan el cálculo doma las emociones y disfraza de ecuación al sentimiento.

Aunque comencé diciendo que Nolan ha hecho siempre lo mismo, es notable un ligero cambio en su visión. Si sus primeros filmes acabaron en el fracaso o la muerte, los posteriores a El gran truco —incluyendo a éste, dependiendo de a qué personaje prefiera el espectador— han tendido más bien a la victoria. El nombre Cobb cobra aquí una relevancia significativa. El villano de Following se llama así, pero el héroe de El origen (Inception, 2010) también se llama Cobb (Leonardo DiCaprio). Ambos son ladrones que invaden de manera directa o indirecta la psique de sus víctimas y ambos logran salirse con la suya —en apariencia; no olvidemos el trompo al final de El origen— pero si el primero engatusó y destruyó a un inocente, el segundo, más noble, logró redimir la muerte de su esposa y reunirse con sus hijos. Podemos sospechar que entre ambas películas hubo un cambio en Nolan que lo orilló al optimismo culminante de Dunkerque, donde las tropas británicas son rescatadas antes de que las destruya o capture el ejército alemán.

Pero ahora aparece otra pregunta: ¿Es tan alegre la situación que narra Dunkerque en un mundo post-Brexit? ¿Qué nos dice el entusiasmo de Nolan? Nuestra imagen de él como creador hasta este punto está más o menos completa: es un mago obsesivo, y como tal le obsesionan la perfección de su truco y la manipulación del espectador para que se emocione cuando llegue la fase final del acto. Temáticamente le obsesionan el doble, las esposas muertas, la venganza y, en su etapa madura, la redención. Dunkerque, anómala, no nos dice nada de esto. La película, en cierta medida, carece de trama, pero ciertas imágenes parecerían hablar de un temperamento conservador en Nolan que se dejó ver con más claridad en su última película de Batman.

Recuerdo que cuando vimos El caballero de la noche asciende (The Dark Knight Rises, 2012) un amigo y yo nos burlábamos de la trama y nos referíamos a Bane (Tom Hardy) como López Obrador. Nos hizo gracia ver cómo en la película un ejército sucio y feo se alza desde las cañerías de Nueva York bajo las promesas de reforma social de Bane y son detenidos por un multimillonario que, cuando los combate disfrazado de murciélago, desafía la autoridad del Estado pero, eso sí, por el bien de todos. Para nosotros habría que estar muerto del cuello para arriba para no ver una metáfora de cómo Wall Street se defendió del movimiento Occupy. Después de ver Dunkerque sostengo mi teoría y la expando.

Con su delgada trama Dunkerque manifiesta un aspecto importante en el carácter de Nolan: su conservadurismo frente al cine digital. La obsesión por mantener vivos al cine analógico y a la sala de cine sugiere que Nolan es un hombre en contra de la transformación. Para él el cine se tiene que ver como se veía cuando él lo descubrió, en los años 70. Dunkerque es más una experiencia para IMAX que una película; lo importante, en apariencia, no es lo que dice sino cómo lo hace, y lo hace con sonido en seis pistas de aviones reales, la música incesante de Hans Zimmer, las imágenes en formato ancho 1.43:1 y sus ya discutidos artificios de mago narrativo: tres tensas historias en diferentes tiempos y espacios con numerosos giros, en medio de la evacuación de las tropas británicas en Dunkerque en 1940.

Pero, como ya lo escribí, es en apariencia que la forma es más importante que el fondo en Dunkerque. Una de las escenas más largas y relevantes en el filme involucra a un grupo de soldados británicos que se esconde de los alemanes en un barco de arrastre encallado. Cuando el enemigo comienza a dispararles, Alex (Harry Styles) sospecha que hay un espía entre ellos: Gibson (Aneurin Barnard). Tommy (Fionn Whitehead) lo encontró antes enterrando el cuerpo de un supuesto amigo y no saben mucho más de él que eso. Después de interrogarlo, Gibson confiesa: no es alemán, es francés. Se robó el uniforme de un muerto para colarse en los botes de evacuación británicos que les son negados a los soldados franceses. El barco de arrastre comienza a moverse pero pronto se hunde. En lo que parece un castigo de su creador, Gibson se ahoga y los demás se salvan. El final feliz de la película no es que los Aliados ganan la guerra —pasarían cinco años más para eso— sino que los británicos en Europa continental regresan a su isla. Mientras se prepara la salida de Reino Unido de la Unión Europea, me parece que esta trama apoya la populista Brexit. Esto será bueno o malo, dependiendo de las afiliaciones políticas de cada espectador, pero me niego a pensar que las ideas conservadoras en el cine de Nolan —y fuera de él— sean incidentes aislados. Al contrario, me parecen la evidencia de una ideología coherente.

Lo verdaderamente malo del cine de Nolan son los momentos en que se suspende la lógica y la verosimilitud en la psicología. Quienes lo comparan con Kubrick podrán defenderlo diciendo que los personajes del maestro no son creíbles. Tendrían razón. Kubrick no nos presentó jamás un ser humano, pero esto fue deliberado. Sus personajes son impulsos humanos, no personas; los de Nolan me parecen algo similar pero el obsesivo apego a la verdad científica en Interestelar y a la verdad histórica en Dunkerque sugieren que Nolan aspira a la credibilidad. Entonces, ¿cómo creer la reacción casi indiferente de Angier y compañía cuando descubren que la máquina que le pidió a Nikola Tesla (David Bowie) hace clones en vez de teletransportaciones? Más increíbles todavía resultan los desenlaces de El caballero de la noche asciende y Dunkerque. En uno, Batman se salva de una tremenda explosión que se suponía que matara todo en un radio bastante amplio; en el otro, el Spitfire sin gasolina de Farrier (Hardy) logra derribar un Bf 109E totalmente funcional y salva así a sus hombres de un ataque aéreo. Las mangas del mago Nolan esconden más que ases y palomas: esconden aviones y finales felices.

Kubrick nunca hizo eso. El intento de igualar a Nolan y a él me parece una desproporción. Kubrick no develó sus propios misterios con tal de hacernos resollar asombrados porque: “¡Fue Michael Caine!”. Tampoco suspendió la lógica de los mundos que creó para emocionarnos. Kubrick se regodeó en las ambigüedades del misterio. El espacio, el sadismo, lo paranormal, la guerra, el sexo, son enigmas que pretendió representar pero no resolver de manera didáctica. Kubrick no quería responder nuestras preguntas sino incitarnos a hacer otras más. Era un cineasta filósofo que asumía su propia ignorancia ante lo insondable. Nolan es un brillante entretenedor, de eso no hay duda, pero como ya lo intenté demostrar, su cine no es una aventura sino un espectáculo. Uno emocionante, eso no lo cuestiono, pero su trayectoria no es la misma que la de un artista, Kubrick, que murió frustrado porque aunque había alcanzado una especie de perfección no había transformado el lenguaje del cine. La intención de Nolan, como ya lo vimos, es aceitar su maquinaria, mejorar su función como Angier y Borden, pero no revolucionarla. Al contrario, Nolan quiere que el cine se haga como ya se ha hecho, que permanezca capturado en una eternidad inerte donde siempre se pueda reconocer lo que ya existe: donde el misterio siempre se revele cuando sea momento del Prestigio. Esa no me parece la voluntad de un artista sino la de un mago.

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