Durante mucho tiempo, uno de los lugares comunes más recurrentes sobre Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994) era que nunca se había visto algo como la segunda cinta de Quentin Tarantino, es decir, una película que se basara en episodios conectados entre sí. Se decía también que nadie había capturado la naturalidad del lenguaje de los criminales de la manera en que lo hizo Tarantino y que estábamos ante el talento más grande que hubiera emergido del cine independiente estadounidense. Claramente quien desembuchó este tipo de comentarios no había visto Vidas cruzadas (Cut Shorts, 1993), de Robert Altman, ni Buenos muchachos (Goodfellas, 1990), de Martin Scorsese. Posiblemente no había visto nada, pero, más importante, no había visto el cine de Jim Jarmusch, que desde antes contenía las mismas características que le dieron fama a Tiempos violentos. En 1989 Jarmusch había estrenado Mystery Train, una película narrada en varios capítulos entretejidos, uno de los cuales incluía al fantasma de Elvis Presley, que recurriría cuatro años después en La fuga (True Romance, 1993), escrita —eso sí, quizás antes que Mystery Train— por Tarantino.

Imán contracultural desde los años 80, Jarmusch ha atraído un seguimiento que incluye fanáticos tan intensos como los de Tarantino. Algunos lo llaman, por ejemplo, pionero del cine independiente, aunque en el siglo I Antes de Jarmusch existieron figuras esenciales en la rebelión contra los estudios, desde Charles Chaplin —cuyo United Artists fue el primer estudio independiente en Estados Unidos— y Ida Lupino hasta Samuel Fuller y John Cassavetes. Esto no quiere decir que Jarmusch no sea un inventor brillante y un artista inimitable, sólo que es el heredero de una tradición previa de cineastas independientes. Su cine es similar al de Tarantino en cuanto a que ambos miran incontrolablemente al pasado, pero mientras Tarantino reutiliza imágenes del cine de baja producción en largos collages, Jarmusch se respalda en un amplio bagaje cultural que incluye, además del cine y el rock n’roll, el jazz y la literatura. En su primera película, Permanent Vacation (1980), su protagonista, Allie Parker (Chris Parker), reflexiona sobre sus afinidades con Charlie Parker y baila la música de Earl Bostic con una energía mística. En el éxtasis de Allie descubrimos una religiosidad secular que adora el arte, y en sus palabras encontramos el evangelio según Jarmusch. “¿Qué es una historia sino puntos conectados que forman una imagen de algo?”. Allie, sin saberlo, está describiendo la película que lo contiene y el resto de la obra de su director.

A Jarmusch le disgusta ser comparado con el alemán Wim Wenders quizá porque es sólo en la superficie que su cine se parece al del Wenders de los 70. Ambos son hipsters fascinados por la cultura popular estadounidense y colaboran a menudo con el director de fotografía Robby Müller, cuyas imágenes simétricas en blanco y negro hacen que las dos filmografías se vean más similares de lo que lo son. Wenders es el heredero de Michelangelo Antonioni, que dijo que una película que se puede expresar en palabras no es una película. Es un romántico que busca la identidad alemana desperdigada en el paisaje y en el tiempo. El cine es para él una reproducción de la poesía cotidiana y una salvación ante el olvido. En contraste, Jarmusch representa su propia y excéntrica personalidad en tramas caricaturescas que se desarrollan en viñetas, puntos conectados, como lo describió Allie, donde repentinamente fulguran la amistad, la ironía y la ternura. En sus películas más serias, sus protagonistas enfrentan la soledad y la muerte. A lo largo de viajes heroicos conocen a personajes excéntricos que a pesar de decirles mucho quizá no dicen realmente nada. Es memorable la frustración del contador William Blake (Johnny Depp) con Nadie (Gary Farmer), un indio que habla en aforismos de William Blake, el poeta, en Hombre muerto (Dead Man, 1995).

Buena parte de la filmografía de Jarmusch desde 1995 utiliza este mismo estilo de narración. Ghost Dog: El camino del samurái (Ghost Dog, 1999), Flores rotas (Broken Flowers, 2005) y Los límites del control (The Limits of Control, 2009) son también misteriosos viajes de un hombre solitario en busca de la trascendencia, ya sea en la forma de una muerte honorable, el encuentro con un hijo desconocido o la aparente venganza contra el racionalismo. Los límites del control fue un fracaso quizá debido a su ambigüedad pasmosa pero no por ello deja de ser la clase de desastre que merece ser visto. Si sus predecesoras, y en especial Hombre Muerto, sugirieron la incapacidad de comprender la realidad y la necesidad de dejarse acarrear por ella hacia un desenlace absoluto, la muerte, Los límites del control muestra la revuelta contra una figura intolerante y agresiva, un padre arquetípico, que no culmina en la felicidad, sino simplemente en la continuación de la vida. Es una película fascinante por la frustración que nos provoca: quizá nunca podamos entenderla, como a la realidad misma.

En los últimos años, la obsesión de Jarmusch ha virado hacia el artista y sus complejos. Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013) es un retrato del artista como vampiro centenario: un ser infinito cuya imaginación es dibujada por los triunfos de sus predecesores. Su carácter se hace en la vergüenza de su diminuta estatura en comparación con ellos. Adam (Tom Hiddleston) y Eve (Tilda Swinton) viven en el anonimato porque son vampiros pero metafóricamente no salen a la luz porque los avergüenzan sus modestas contribuciones al arte universal. Adam crea música que distribuye clandestinamente en la ciudad de Detroit aunque tiene ya admiradores suficientes para hacerse famoso. Al final la pareja se reúne con Christopher Marlowe (John Hurt), el resentido rival de Shakespeare, que resulta ser el verdadero autor de los folios del Bardo. En su más reciente filme, Paterson (2016), Jarmusch centra su atención en un joven poeta que pasa sus días conduciendo un autobús público. A su estreno la comentaré, con la esperanza de distraer de sus becas a los artistas jóvenes.

Pero por mucho que admiro al Jarmusch reciente, me inclino más por su primera encarnación, que culminó en la que es para mí su película más hermosa y, dados nuestros tiempos de Brexit y Trump, la más contemporánea: Una noche en la Tierra (Night on Earth, 1991). A lo largo de cinco episodios protagonizados por Gena Rowlands, Winona Ryder, Armin Mueller-Stahl, Giancarlo Esposito, Rosie Perez, Isaach de Bankollé, Béatrice Dalle, Roberto Benigni, Paolo Bonacelli, Matti Pellonpää, Kari Väänänen, Sakari Kuosmanen y Tomi Salmela, Jarmusch retrata una noche que se extiende desde Norteamérica hasta Europa y reúne un abanico casi completo de tonos y de emociones que culminan en descubrimientos universales, a pesar de las distinciones entre sus personajes. Las historias de cinco taxistas y sus últimos pasajeros de la noche componen una imagen del cine mundial y por esa misma razón de una harmonía humana. Los personajes comienzan juzgándose por sus clases sociales, sus creencias, sus colores de piel, sus nacionalidades, pero en la conversación revalúan su instantánea relación y descubren en el otro una imagen opuesta de sí mismos. Jarmusch establece su tema al comienzo, cuando vemos a Rowlands y Ryder hablar por teléfono a la vez. La primera es una elegante y madura cazatalentos, la segunda, una joven e irreverente taxista. El traje sastre se enfrenta a una apariencia punk pero las distinciones se disuelven cuando ambas mujeres sueltan al unísono: “Shit!”. Al escucharse se miran por primera vez. Es un encuentro que reúne, con el humor típico de Jarmusch, a la humanidad entera.

Hoy Jim Jarmusch se presentará en el Teatro Julio Castillo como parte de las actividades de TAGCDMX. Quizá no haya tiempo antes de ir a verlo —o quizá los admiradores más responsables ya lo hicieron en días pasados— pero después de su conferencia será indispensable revisar o descubrir sus películas. A menudo me pregunto por qué Tarantino es más famoso que Jarmusch. Quizás esta sea una oportunidad no para responder esa pregunta sino para mejor eliminarla. Para el crítico —o al menos para mí— la tradición cinematográfica es una competencia rayana en lo deportivo pero también pienso que si el cine pudiera soñar consigo mismo —como Clausewitz pensó que la guerra sueña a veces consigo misma— se soñaría tal vez como Noche en la Tierra.

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