Es posible que los presidentes más interesantes en el cine y quizá fuera de él sean los que observan el mundo posados como águilas —¿buitres?— desde la Casa Blanca. Sin embargo los cineastas estadounidenses, patriotas en su mayoría, han sido incapaces de representar a sus líderes con toda su complejidad hasta fechas recientes. De George Washington a George W. Bush —al menos hasta que aparezca una película sobre Obama—, la presidencia de Estados Unidos ha recibido casi exclusivamente la admiración o el desprecio de los cineastas. Esto es notorio todavía en El día de la independencia: Contraataque (Independence Day: Resurgence, 2016). En esta cinta, como en su predecesora, el presidente ficticio Thomas J. Whitmore (Bill Pullman) es un guerrero estoico, un piloto veterano de la Guerra del Golfo que es tan diestro en el asiento de su F/A-18 como inspirando a la humanidad. Él es, nos dice Hollywood, la suma de todos los magníficos presidentes estadounidenses. Uno casi puede escuchar a Ronald Reagan. “Mr. Gorbachev, tear down this wall!”.

En contraste, hace un par de días HBO estrenó en Latinoamérica Hasta el fin (All the Way, 2016), una película que contrasta —aunque no enteramente— con la mayoría de los filmes sobre la presidencia y la política en general. Al contrario de la injustamente celebrada Selma (2014), de Ava DuVernay, Hasta el fin no nos muestra a un Lyndon B. Johnson tan simple como el villano que por egoísmo no quería ayudar a Martin Luther King Jr. hasta que éste le torció el brazo con la marcha de Selma, Alabama. En Hasta el fin vemos a un Johnson vulgar, arrogante e intolerante a la homosexualidad que es también un operador político capaz de lograr la integración racial en un país segregado y resentido. Hasta el fin completa este retrato con un hombre conmovido por la pobreza que lo afectó en su niñez y por el racismo que descubrió dando clases a niños chicanos. Selma fue la santificación de Martin Luther King Jr. mientras que Hasta el fin es una tentativa por entender la inesperada presidencia de Johnson —que ascendió de la vicepresidencia a la Oficina Oval debido al asesinato de Kennedy— y la delicada maquinaria que es la política en Washington y en el mundo, con todas sus concesiones, sus mezquindades, sus traiciones y sus triunfos. En ese sentido, Hasta el fin es parte de una corriente contemporánea que busca entender la historia en vez de reducirla al maniqueísmo.

Bastaría ver JFK (1991), Mi querido presidente (The American President, 1995), Nixon (1995), Avión presidencial (Air Force One, 1997), Trece días (Thirteen Days, 2000), Pearl Harbor (2001), Frost/Nixon: La entrevista del escándalo (Frost/Nixon, 2008), W. (2008) y El mayordomo de la Casa Blanca (The Butler, 2013) —sólo por mencionar algunas cintas recientes— para notar cómo el Presidente de Estados Unidos ha sido tratado constantemente como una caricatura de rasgos absolutos, ya sea en su nobleza, su maldad —sobre todo en el caso de Richard Nixon— o su estupidez. Pero en los últimos años el entretenimiento popular se ha orientado hacia imágenes más complejas, como la sátira Veep, de HBO o la serie House of Cards, de Netflix, que se interesan más en la forma de hacer política que en el carácter extraordinario de sus protagonistas. Hasta el fin pertenece a esta corriente al mostrarnos qué tipo de negociaciones llevó a cabo Lyndon Johnson (Bryan Cranston) para que el Senado aprobara el Acta de Derechos Civiles de John F. Kennedy. La película, en un importante rasgo de pluralidad, muestra la presión bajo la que se encontraba también Martin Luther King Jr. (Anthony Mackie) por parte de sus seguidores y que lo obligaba a chocar con el Presidente. El guión, adaptado por Robert Schenkkan de su obra teatral del mismo nombre, posee una dramaturgia compleja sin caer en lo didáctico o en la densidad académica que podría hacer de esta película una experiencia exclusiva para historiadores. Schenkkan es un narrador talentoso aunque en ocasiones desacelera el fluido ritmo de su historia con distracciones como las hostilidades en Vietnam y de repente abandona su tono cínico por uno romántico lleno de palabras imposibles de improvisar.

Pero hay una contradicción importante en Hasta el fin que evita que ésta sea la película definitiva sobre la política y los años de Lyndon Johnson: su director, Jay Roach. Mientras el guión de Schenkkan se encuentra a la caza de la verdad histórica, Roach le da a la película un tono sentimental que ni necesita ni merece. En el primer cuadro vemos un auto familiar afuera de un hospital: un Lincoln Continental color azul medianoche. La cámara avanza despacio y en su camino hacia las puertas del edificio mira hacia abajo y descubre una mancha de sangre en el asiento trasero del auto. Las enfermeras lloran, hombres de negro esperan, sus rostros enfriados por el oficio, aunque uno de ellos también se rinde ante la tristeza. Una composición musical melancólica nos reafirma innecesariamente que pasó algo terrible. La trompeta inevitable ante la presencia de funcionarios o de los militares estadounidenses nos avisa quién acaba de abandonar la sala de urgencias y la vida misma: el presidente Kennedy. La dirección de Roach es similar para la mayoría de las escenas. Discursos, discusiones, llamadas por teléfono, reflexiones sobre la vida, no hay escena que no merezca ser enaltecida por un director anclado en los lugares comunes de la cinta política, que podría haber vigorizado las intenciones realistas del guión con un estilo más crudo. ¿Por qué no imitar las películas de Robert Drew, que documentó el periodo con su cámara en mano y convertía la historia en presencia? Quizá no se podía esperar mucho más del director de La familia de mi novia (Meet the Parents, 2000).

A pesar de las limitaciones de Roach hay otra razón para ver Hasta el fin, además de su guión. El héroe de la película —qué apropiado— es Bryan Cranston, que interpreta excepcionalmente a Lyndon Johnson. Si Roach está confundido en cuanto a la dirección de la cinta, Cranston, que antes interpretó el mismo papel en el teatro y ganó por ello el Tony, habita a Johnson de tal forma que todo gesto suyo se disuelve en el viejo Presidente. Cranston adopta los movimientos corporales, el acento, la mirada e incluso los bien conocidos cambios de personalidad de Johnson, dependiendo de su interlocutor. Exagerando un poco —crítico, al fin— me atrevo a decir que hay momentos en que no vemos a Cranston interpretando a Lyndon Johnson sino al Presidente mismo, que se manifestó ante las cámaras para revivir sus años más célebres antes de que Vietnam le arrebatara su inmortalidad y la reemplazara con una infamia eterna. Detrás del más grande error en la historia estadounidense estuvo uno de sus mejores hombres. La historia —y en consecuencia el cine, como lo mostró Selma—, le sigue cobrando. Hasta el fin quizá pagará la deuda.

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