He pensado mucho en Carol (2015) desde que la vi. Visualmente me parece la película menos ambiciosa de Todd Haynes. Si vemos el resto de su filmografía descubriremos a un cineasta muy peculiar, definido por ser uno de los más grandes imitadores en el cine contemporáneo. Para Velvet Goldmine (1998) se inspiró en el video musical, con su edición fragmentaria, incoherente, y su fotografía grandilocuente. Hay escenas que son videos musicales de canciones originales para la película, similares en tono e imaginería a los de David Bowie. En Lejos del cielo (Far From Heaven, 2002) basó su estilo en el de Douglas Sirk y logró un delicado equilibrio entre la parodia de los melodramas hollywoodenses de los 50 y el homenaje a Sirk, que aunque utilizaba técnicas similares a sus contemporáneos decía cosas muy distintas, críticas, sobre la vida en los suburbios. Más adelante vino la que me parece todavía su mayor película: Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007).

En busca de capturar no sólo quién sino qué es Bob Dylan, Haynes diseñó seis historias con seis actores y los filmó con seis estilos que incluyen homenajes a Federico Fellini, Jean-Luc Godard y los westerns de los 70, sobre todo de Sam Peckinpah. Con un trasfondo que incluye la lucha por los derechos civiles, la Guerra de Vietnam y la cultura que inventaron Andy Warhol y la fantasmagoría de los alucinógenos, Haynes creó uno de los retratos más complejos sobre una figura popular y su tiempo. ¿Inventaron los 60 a Dylan o viceversa? Podemos argumentar ambas cosas pero Haynes captura con una complejidad vastísima la danza —o forcejeo— entre ambos por ser el padre del otro. En sus temas y su ejecución, Mi historia sin mí representa de manera hasta ahora definitiva una de las dos vertientes en el cine de Haynes: la fascinación con los íconos populares, sobre todo los de la música.

El otro tema esencial de Haynes es la liberación, ya sea sexual o femenina. Ambos intereses se reunieron en su cortometraje Superstar: The Karen Carpenter Story (1987). Ahí Haynes indagó en el choque entre la opresión suburbana y las presiones de ser famoso. La historia de Karen Carpenter y su lucha con la anorexia, contada con muñecas similares a Barbie, era la promesa del gran director en que se convertiría Haynes con sus largometrajes posteriores. Carol, sin embargo, no comparte ninguna de las ambiciones estéticas vistas antes en el cine de Haynes. Su fotografía más bien se parece al elegante estilo que diseñó el director en su miniserie para HBO Mildred Pierce (2011); la forma en que actúa Cate Blanchett obedece a la pose melodramática que Haynes descubrió allí. En vez de querer ser Sirk o Godard o Fellini, Haynes ha decidido al fin ser sólo Todd Haynes. El resultado es, como ya lo mencioné, menos ambicioso que antes pero no por ello incongruente o ineficiente. Al contrario, aunque no me parece su mayor filme, Carol es la culminación de una especie de trilogía que empezó en 1995 con Safe y su protagonista, también llamada Carol.

Si Safe nos muestra a una ama de casa que al final comienza a descubrirse como un individuo, mientras que Lejos del cielo es el retrato de otra —ambas interpretadas por Julianne Moore— que aunque intenta ser libre permanece infeliz, Carol nos da a la primera mujer en los largometrajes de Haynes que triunfa sobre el orden social. Entre las dos Carols se tiende una distancia que refleja la historia de la mujer en Occidente pero que en realidad es definida por un carácter individual. La última Carol de Haynes (Cate Blanchett), al igual que las protagonistas de sus otros melodramas suburbanos, vive rodeada por una comunidad intolerante a sus preferencias y su individualismo. Aunque en esta ocasión no vemos a las mujeres inconmovibles ante el sufrimiento de una de ellas o a las señoras de sociedad que envenenadas de envidia buscan desintegrar la felicidad ajena, el esposo de Carol, Harge (Kyle Chandler), representa el desprecio a una mujer incontrolable en su sexualidad y sus decisiones. Carol es libre hasta el punto de la negligencia o incluso la crueldad, sin que ello la haga una villana. De no ser así sería una esclava.

En esta cinta no vemos roles dictados por la moral sino por la experiencia. Carol y su amante Therese (Rooney Mara) son, un poco como las protagonistas en La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013), maestra y discípula. Con el ejemplo de Carol, Therese aprende a aceptar sus propias inclinaciones homosexuales y a decidir no lo que otros quieren que quiera: aprende, al fin, a elegir lo que desea. La emancipación de una se convierte en el ejemplo revolucionario que se expande hacia la otra y como buena parte de las revoluciones del siglo XX, la que sucede dentro de Therese depende de una figura carismática: Carol. Es en las escenas que exploran la influencia y la admiración donde descubrimos el trasfondo de la película y sus imágenes más memorables. Antes mencioné la pose de Blanchett al interpretar a su personaje, pero de ninguna manera se trataba de un desaire, al contrario, Blanchett nos muestra no a Carol sino la imagen que Therese tiene de ella. Refinada, dominante, imponente, Carol rebasa con su altura y su sofisticación a la diminuta Therese y sus gestos controlados por el asombro y la sorpresa. Rooney Mara interpreta también una imagen: la que Therese tiene de sí misma ante la monumental Carol. Todo en la cinta se guía bajo la lógica de Therese y su percepción del mundo, sobre todo en breves escenas donde la realidad parece ceñirse alrededor de Carol.

Llaman mi atención en particular las escenas en las que Therese aborda el auto de Carol. Como pasajera, ella no tiene más que hacer que mirar a la hermosa mujer en el asiento del conductor. Haynes difumina el sonido y enfoca la cámara en las manos, la boca, la mirada, de Carol, para comunicar la admiración de Therese. Los encuentros primero y último entre ambas muestran una combinación similar que resalta la importancia de Carol para Therese, nuestra narradora, que ve en ella una especie de salvación. En la única escena de sexo entre ambas, Haynes enfatiza las reacciones de la muchacha para mostrar su sorpresa, su deleite y su liberación. La sexualidad se convierte en revelación, no divina porque la experiencia no es religiosa: es espiritual a nivel humano. Los misterios de Therese se develan a sí mismos en el orgasmo y ella emerge de la experiencia como un ser construido de sensaciones y curiosidades por su mentora. Carol es un sol alrededor del cual orbitan sus conocidos, amantes y amados, lo cual le da un poder sobrehumano de seducir, de dar y de quitar. Carol es una femme fatale para su captor, Harge, pero para Therese es la madre que no puede ser para su pequeña hija.

Entonces, a pesar de sus limitadas ambiciones en lo cinematográfico, Carol nos ofrece la experiencia de la admiración y la infinita dicha de comulgar con nuestros héroes. Haynes construye de manera compleja la experiencia de Therese porque él es ella. Tras años fascinado con la miseria de las amas de casa ha encontrado en la novela de Patricia Highsmith, El precio de la sal, una mujer cuya belleza sofisticada y rebelde evoca el carisma de otro famoso ángel mortífero: el Satán de John Milton. El ángel rebelde le dice a Dios non serviam, “no serviré”, una frase que define el actuar de Carol y la ubica como una enemiga del statu quo dispuesta a todo, incluso a perder, para poder ganar. Su recompensa no es el amor entero pero Carol obtiene al menos una de sus formas. No es un consuelo ni un restante: es la promesa de la unión.

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