You got crazy legs, you got amazing head

You got rings on your fingers and your hair's hot red

You got wit from my tongue, name on the sun

I gotcha going to my breast 'cause you're the only one

Who uses school to pleasure”

David Bowie, Velvet Goldmine

“There’s a brand new talk but it’s not very clear”

David Bowie, Fashion

En esta ocasión, muerto el rey, no habrá “¡viva el rey!”. Es imposible. La muerte de David Bowie nos deja a todos con una laguna irremplazable en el panorama de la cultura pop. A algunos de nosotros nos deja huérfanos. Entre los muchos tributos que ya abundan en la televisión, los periódicos y el internet, ya otros autores han hecho listas sobre los papeles esenciales de Bowie en el cine que no tendría sentido repetir en este espacio. Su filmografía no es vasta, de todos modos, y abunda en desastres como Gigolo (Just a Gigolo, 1978), que lo juntó con Marlene Dietrich en una historia donde el hombre es maniquí y la mujer mayor lo hace su juguete sexual, o Laberinto (Labyrinth, 1986), del creador de los muppets, Jim Henson, donde se aprovecha y se extiende la imagen andrógina del extraterrestre bisexual y paranoico Ziggy Stardust, que secuestró el cuerpo de Bowie en los años 70.

A mi juicio, la mejor película en la que participó Bowie fue La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), de Martin Scorsese, donde aprovechó sus dones como mimo en una rígida y sin embargo conmovedora interpretación de Poncio Pilatos. Creo que esto lo explica de manera brillante Ian Buruma en su ensayo The Invention of David Bowie en The New York Review of Books cuando escribe: “Bowie nunca se convirtió en un gran actor, pero sí se convirtió en un gran poseur, en el mejor sentido de la palabra”. Es difícil traducir poseur, pero quizá podría entenderse como un primo del modelo. La actividad de ambos es posar, pero el poseur lo hace para transmitir una idea dramáticamente más compleja que el modelo, que suele comunicar sexualidad y no más. El poseur, pues, es algo así como el actor de teatro Kabuki, que Bowie admiraba tanto. En sus movimientos tensos y mecánicos, el actor de Kabuki crea una imagen de lo humano como rigidez, ritmo y volumen alto. Es emoción pura y directa, abstracta, desnudada de la naturalidad que hace al realismo tan atractivo para el Occidente. Esto lo podemos ver en el último video de Bowie, el que acompaña al sencillo Lazarus, Claramente, ese no es un humano: es un mimo. Es Bowie. Pero esta es una digresión.

Decía que no me atrae la idea de hacer una lista, pero sí me interesa recordar un filme que, a pesar de su confusa e incoherente edición y de su ritmo como de video musical —se me ocurre que parece película de Michael Jackson— es un retrato importante no de quien era David Bowie, como lo promete su fallida narrativa inspirada en El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), sino de lo que fue Bowie en el periodo de Ziggy Stardust. La película se llama Velvet Goldmine (1998), la dirigió Todd Haynes y a Bowie no le habría gustado —si hubiera sabido que existo, claro— que hable de ella. No lo hago por iconoclasia, después de todo soy su huérfano, pero a pesar de su disgusto con los aspectos más decadentes en la cinta, David Bowie fue eso también: fue la adicción, la paranoia, el descontrol, la soberbia: la orgía. En el sentido sexual y en el de colección o collage, Ziggy Stardust fue orgiástico. Fue una comunidad de gustos y afiliaciones, de novedades y antigüedades que inventó un andrógino más complejo que el descrito por Aristófanes en El banquete, de Platón. Si la criatura del dramaturgo griego era una reunión de órganos masculinos y femeninos, el andrógino de Bowie ni siquiera era humano y reunía en sí todos los opuestos.

Ante la presión de Bowie, que estuvo a punto de demandar a la producción, Haynes hizo los cambios necesarios en el guión para que la historia se mantuviera fiel a la esencia de Bowie sin tratarse explícitamente de él. Haynes haría de esta decisión un estilo que repitió en su caleidoscópica imagen de Bob Dylan en Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007). El protagonista de Velvet Goldmine, Brian Slade (Jonathan Rhys Meyers), es un cantante de glam rock que se aparece en el escenario como un álter ego llamado Maxwell Demon. Después de un romance devastador con la estrella de garage Curt Wild (Ewan McGregor) —basado principalmente en Iggy Pop, pero también en Lou Reed—, Slade finge su muerte en el escenario y reencarna como Tommy Stone (Alastair G. Cumming). Es un reflejo de cómo Bowie abandonó a Ziggy en 1973 y reapareció en 1974 como el fascista Thin White Duke. Un periodista gay (Christian Bale) que descubrió su homosexualidad gracias a Slade entrevista a la gente que lo acompañó en su carrera y encuentra al fin la conexión entre las dos estrellas. La historia es un homenaje que captura la influencia de Bowie en su mundo, en el mundo y en un hombre que salió del clóset gracias a él como seguramente lo hicieron muchos otros. No el periodista, Haynes, el director de la película.

Haynes no se preocupa por la complejidad psicológica ni por representar minuciosamente la carrera de Bowie. Es más, no está interesado siquiera en recrear la realidad. Su mundo es fantástico, glamoroso: queer. Si podemos decir que Velvet Goldmine tiene un punto, ese es, además del homenaje a Bowie, contar una breve historia de lo queer. Para ello, Haynes inventa una mitología similar a las de Bowie. A finales del siglo XIX, un ovni de diseño endeudado con los 70 deja un bebé a la puerta de la familia Wilde. Su nombre será, por supuesto, Oscar. El bebé lleva consigo un prendedor coronado con una gema verde, el símbolo de lo queer que heredan después Slade, Wild y el joven periodista. No quisiera definir lo queer ante el temor de resultar homofóbico pero de todos modos lo intentaré. En teoría, el queer sólo es un término que aglutina todas las orientaciones sexuales distintas de la heterosexual. Sin embargo, me parece que el queer es un estilo, de vida, de moda, de música, en el caso del glam rock, que celebra la otredad sexual de una manera chillante y atractiva en el sentido más estricto. El gay, a mi parecer, no necesariamente es queer. En los años de Wilde, es decir, en la época victoriana, y en los 70 de Bowie, Pop y Reed —o Slade y Wild—, uno voltearía inmediatamente a ver a estos personajes no por su fama, que sus fanáticos no pueden imitar, sino por su ropa de colores femeninos, inusuales, que mezclaba los sexos o que se iba a los extremos del travesti o de la ropa de motociclista. Haynes, entonces, identifica a Wilde como el inventor de lo queer, y a Slade/Bowie como su heredero más importante, su profeta de siglo XX. Por esa razón, muchos de los diálogos en la película provienen de la literatura de Wilde.

Pero es el sustituto de Bowie el que da los pasos más transgresores, más nuevos y más revolucionarios. Él, como Bowie, inventa a su andrógino Maxwell Demon y, en consecuencia, la modernidad. Ambos hombres, el real y el de Haynes, pagan el precio por ello. Sus respectivos matrimonios se diluyen debido a su enajenación, que casi se transforma en locura, y ante el temor de desaparecer se le adelantan a la nada y renacen. Debo insistir que la película no es del todo satisfactoria, pero no deja de ser atractiva y fiel al periodo de Ziggy Stardust. El vestuario, como las imágenes y sus delirantes cortes, es visionario en su brillo y sus colores, casi poético y ahistórico en su mezcla de todas las épocas desde Wilde. La música incluye temas originales de miembros de Radiohead, Suede y Roxy Music; clásicos del periodo reinterpretados por Placebo; himnos del glam compuestos por T. Rex y Lou Reed, y temas de Iggy & The Stooges interpretados por Ewan McGregor. Haynes reconstruye esos 70 para agradecer al hombre cuya muerte ha sido un hoyo negro en nuestro tiempo y cuya resurrección es una estrella negra.   Velvet Goldmine, título también de una canción de Bowie que se traduce como mina de terciopelo, es lo que fue la era de Bowie y Ziggy Stardust: una caverna de colores chillantes, de sexos indistinguibles, de cuyas paredes brotan, si las picamos lo suficiente, la cosa de la que está hecha lo queer: terciopelo.


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