Cuando apareció Intensa mente (Inside Out, 2015) no me sentí muy impresionado. Las inmensas ambiciones de la película contrastaron, pienso, con la forma tan simplista y tan puritana que tiene Pixar para percibir el mundo. En la consciencia de Pixar y de su protagonista, Riley, no existen la crueldad ni el deseo; sólo los villanos, como el malvado Sid, de Toy Story (1995), están poseídos por el sadismo, para mostrarle a los niños y sus familias que sólo los malos son malos. Por supuesto, la realidad es mucho más compleja. La vida no se puede concebir sin la muerte, ni el amor sin el odio y la pérdida. Por ello Intensa mente me parece una imagen muy parcial de la infancia, sobre todo considerando que aspiraba a ser un retrato definitivo de la mente de un niño.

Con este antecedente, no esperaba que Un gran dinosaurio (The Good Dinosaur, 2015) fuera muy distinta pero para mí resultó ser una película, sí, convencional y predecible, pero también compleja y amoral. Uno podría anticipar su fracaso desde que decide ignorar la evidencia de que los dinosaurios tenían plumas. Pareciera que resulta más importante la idea de dinosaurio que tiene la audiencia que la evidencia científica que los expone no como lagartos sanguinarios, sino como pájaros feos incapaces de volar. Sin embargo hay una razón para retener la imagen de las criaturas prehistóricas como reptiles aterradores: el tema de Un gran dinosaurio es el miedo de un niño a una realidad adulta y hostil donde sólo los más fuertes sobreviven. En la realidad, el niño es y se siente pequeño ante nuestros edificios y nuestros adultos, más experimentados y más altos que él. A veces, incluso, hostiles. El niño se difumina en las abrumadoras dimensiones de la existencia y sólo sobrevivirá alzándose por encima de ellas. La decisión de Pixar, entonces, resulta brillante. ¿Qué escenario podría representar al mundo como un compendio de horrores mejor que la prehistoria?

A pesar de nuestra esperanza de una sociedad más igualitaria y más justa, la humanidad quizá nunca logre desprenderse de su competitividad bestial que la ha llevado a la guerra y la conquista. Un gran dinosaurio acepta este hecho en la imagen de un joven apatosaurio —que junto con el resto de su sociedad actúa como humano— llamado Arlo. El más pequeño y frágil de su familia de agricultores, o más específicamente granjeros, Arlo es temeroso del ambiente que le rodea. Los reptiles, insectos y hasta su versión prehistórica de las gallinas le causan fobia y el contacto con ellos lo repulsa. Un gag recurrente es la imagen de Arlo huyendo de ellos en cuanto los ve. Su padre, un experimentado ranchero, sabe lo que significan las reacciones de Arlo a la naturaleza en el contexto en que viven. Un hombre de campo —o dinosaurio de campo— no puede sentirse amenazado por la naturaleza. “A veces tienes que atravesar tu miedo para ver la belleza que hay del otro lado”, le explica a Arlo, y entonces le muestra el magnífico brillo de las luciérnagas, aparentemente asquerosas cuando no resplandecen; majestuosas cuando iluminan la noche.

Para empeorar la situación de Arlo, su padre muere en una tormenta y el pequeño desarrolla culpa de sobreviviente y un severo trauma con el trueno y la lluvia. Por supuesto que el planteamiento es similar a El rey león (The Lion King, 1994), pero quejarse de ello daría la razón a quienes acusan a El rey león de ser una simplificación de Hamlet. Y en todo caso, El rey león se basa en la aceptación de la identidad y la herencia, mientras que Un gran dinosaurio busca representar la consciencia de un niño, tímida y frágil, que cuando se separa de la familia se convierte en una mente adulta incapaz ya de ver el mundo como un peligro. Ahora lo entiende como una oferta. Estamos, más bien, ante una película muy similar a Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, 2014), de los hermanos Dardenne. En aquel filme una mujer derrotista y severamente afectada por la depresión aprende, mediante la experiencia, a ser fuerte. Cuando Arlo es separado de su familia por una corriente, su viaje de vuelta a casa se convierte en una odisea hacia la madurez emocional.

En compañía de su lobezno, Spot, un primitivo humano que tiene menos en común con nosotros que con nuestras mascotas, Arlo aprenderá a cuidarse y a pelear. Su viaje comienza a mostrar una mayor complejidad en el espacio que diseñaron el director y coguionista Peter Sohn y sus colaboradores, en tono con el de Jack London en Colmillo blanco. Un gran dinosaurio, resulta evidente, es un western. Esto no nos lo dice solamente el acento campirano de los personajes en la versión original en inglés. Las actividades de los dinosaurios, como la agricultura, la ganadería, una suerte de cristianismo puritano y el robo de ganado nos revelan que los apatosaurios son granjeros mientras que los tiranosaurios son vaqueros; los pterodáctilos son cristianos renacidos y los velocirraptores son forajidos. Arlo vive en una tierra sin ley donde cada uno debe protegerse como pueda. La violencia se hace necesaria y Sohn, en una decisión atípica para Pixar, no teme mostrarla.

En Un gran dinosaurio los pterodáctilos devoran adorables mamíferos y Spot caza pequeños reptiles e insectos gigantes. En una escena, el joven cavernícola descabeza a uno de ellos para invitar a comer a Arlo. El humor resulta bastante cruel en diversos gags o incluso adulto cuando los dos amigos comen frutos alucinógenos que les provocan, primero, visiones grotescas e hilarantes, y después una insoportable resaca. Esta era una de las características más atractivas de Río 2 (2014) y aquí es un apropiado correlativo para los temas de la cinta. Un gran dinosaurio puede estar orientada al público infantil pero jamás se limita de mostrarnos nociones más adultas. En la película existen la violencia, como ya lo describí, pero también la muerte, el fanatismo y el trauma son eventos ineludibles. La consciencia del niño lidia con ellos y en la comunión de lo cruel y lo gentil se descubre una lección: el miedo nunca nos deja pero enfrentarlo nos hace redescubrir la realidad y dejar nuestra marca en el mundo.

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