Si el verano, en términos de la industria cinematográfica, significa un periodo de recaudación masiva y escapismo flagrante, es apropiado decir que ya terminó. El estreno de Los Cuatro Fantásticos (Fantastic Four, 2015) es el último de esta temporada que pretende no que lo compremos con nuestro dinero, sino comprarnos a nosotros con asombro. El verano volverá en un año para robarnos de la realidad e introducirnos en situaciones improbables y escenarios desconocidos; para enfrentarnos a animales monstruosos y conectarnos en una visión de la consciencia en fuga. Su final me parece el momento apropiado para recordar al filme que inventó el verano que se pasa dentro del cine.

Tiburón (Jaws, 1975), que cumplió en junio 40 años de haberse estrenado, no es meramente un clásico, un objeto de estudio académico, una pesadilla universal o lo que el crítico Peter Biskind llamó “el Moby Dick de la clase media”. Es un evento histórico. En la taquilla Tiburón rompió todos los récords y se convirtió rápidamente en la película más redituable de la historia. Después sería reemplazada por la franquicia de George Lucas, Star Wars, pero Tiburón fue el primer blockbuster del Nuevo Hollywood. No el primer blockbuster, claro. Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939) sostiene ese estatus, pero Tiburón fue el primer éxito masivo de la generación que renovó los grandes estudios durante los años 70. El Nuevo Hollywood fue lo más cercano que ha tenido Estados Unidos a la Nueva Ola Francesa. Si los cineastas manados de la revista parisina Cahiers du Cinema fueron un grupo de críticos que, en busca de un nuevo cine terminaron haciéndolo ellos mismos, el Nuevo Hollywood fue un colectivo de renegados, intelectuales y nerds que aprovecharon la distribución internacional y los altos presupuestos de Hollywood para crear un cine primordialmente interesado en la expresión personal.

A diferencia de los filmes del Hollywood actual, cuyos directores carecen de filmografías coherentes y sus películas obedecen a las expectativas comerciales antes que a las artísticas, cineastas en aquel entonces jóvenes como Martin Scorsese, Brian De Palma, George Lucas, Francis Ford Coppola, Woody Allen, Hal Ashby, Peter Bogdanovich y Steven Spielberg comenzaron carreras que, en algunos casos, se convirtieron en las más celebradas en la historia del cine; en otros, se despeñaron ya sea por los excesos de la época, la ausencia de imaginación o, en el caso más lamentable, el de Coppola, la locura que le arrebató su genio mientras filmaba su última obra maestra, Apocalypse Now (1979). A Spielberg y a Lucas se les acusa de terminar esta era con sus superproducciones, que le mostraron a los ambiciosos ejecutivos la fórmula para generar ingresos inéditos. Sin embargo, Spielberg no hizo Tiburón para opacar a sus colegas o para inventar una nueva maquinaria comercial; la hizo para traslucir su imaginación de niño, vasta y curiosa.

Fascinado por los monstruos de la modernidad, es decir, los que reveló la ciencia, Spielberg se ha caracterizado por indagar en las raíces de lo improbable pero no del todo imposible: el escualo asesino, el extraterrestre, benigno e invasor por igual, el dinosaurio redivivo. A la vez fantástico y científico, el monstruo de Spielberg obsesiona a las audiencias porque podría aparecerse frente a nosotros. A los estudiosos los atrae porque los transpira el inconsciente colectivo. Nuestra impotencia ante una realidad que nos complace menos de lo que lo deseamos se manifiesta en estas criaturas extraordinarias y nos habla a un nivel profundo sobre nuestra angustia. Tiburón es más que la historia de una bestia que establece su territorio en una playa de Nueva Inglaterra: es un examen de la frustración del hombre común, incapaz de ser excepcional.

En la cinta, el jefe de policía Martin Brody (Roy Scheider) se acaba de mudar con su familia al pueblo de Amityville desde Nueva York. En la ciudad, Brody se sentía impotente: “Hay tantos problemas que no sientes que estés logrando nada: violencia, estafas, robos. Los niños no pueden salir de la casa”. En vez de enfrentar la realidad, Brody se ve consumido por ella y la rechaza: huye. Al mismo tiempo, un tiburón blanco de siete metros y medio se apropia de las playas de Amityville. No es coincidencia: la realidad se venga de Brody con un castigo mayor al que se haya enfrentado. Ignorado por el alcalde y culpado de no cerrar las playas a tiempo, Brody, protector de la ley y el orden en el pueblo, es revelado como un personaje blandengue. La única forma de recuperar su rol en la sociedad es enfrentar no sólo al tiburón, sino su miedo al agua. A la cacería/pesca se le unirán dos hombres que representan dos hemisferios: Quint (Robert Shaw), el macho visceral y experimentado, y Hooper (Richard Dreyfuss), el joven académico racional. La comparación de Peter Biskind con Moby Dick es exagerada pero no errónea. La novela de Melville es también la caza de una bestia simbólica, pero mientras sus numerosas alusiones bíblicas sugieren el fin de los tiempos, Tiburón es el relato de un hombre enfrentado a su propio fin y rescatado por una bravura incógnita. No sólo eso, Tiburón se inscribe en la tradición de Poe y Hitchcock, donde lo horrible, como el cuervo y los pájaros, refleja un conflicto interno.

Entonces me corrijo: Spielberg no inventó el verano cinematográfico que conocemos hoy. Tiburón es una cinta brillante, incomparable con las fantasías maquiavélicas que se valen de giros simplones y máscaras de complejidad para ganarse al público, y sobre todo su dinero. exploré los símbolos que revelan a la película como un homenaje de Colin Trevorrow a Steven Spielberg; sin embargo, eso no quiere decir que el joven director sea el heredero del viejo maestro. Mundo Jurásico es complaciente; Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993), como Tiburón, es asombrosa. El legado del primero y más importante de los blockbusters modernos es, lamentablemente, la obsesión por romper récords de taquilla y una hilera inacabable de cintas de tiburones, desde las ridículas secuelas de la original hasta las autoparodias de la franquicia Sharknado, que no poseen el genio de Spielberg.

La diferencia es evidente incluso en la estética de Spielberg. Las apariciones del tiburón están balanceadas entre lo sugestivo, como en el clásico de Jacques Tourneur Cat People (1941), y lo espectacular de Bruce, el tiburón mecánico. En la cinta de Tourneur jamás vemos a la mortífera gente gato que acosa a una joven aterrada de su propia sexualidad. En el filme de Spielberg no es sino hasta la primera hora de metraje que vemos de cuerpo completo al terrible tiburón. Después de una hora de imaginarlo, Spielberg se arriesga a mostrarlo y resulta tan extraordinario como lo esperábamos. Hoy, la revolución de los efectos visuales ha reemplazado la sorpresa con la expectativa. Ya no esperamos ver algo nuevo, sino algo creíble. Spielberg, que hizo de nuestros sueños y nuestras pesadillas realidades maravillosas, no puede ser el artífice del blockbuster actual, sino sólo el padre de su propia filmografía que, a pesar de inevitables tropiezos, resume el potencial humano de compartir nuestras fantasías.

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