Como indiqué en mi artículo anterior (20/04/18), la Guerra Fría ya concluyó, pero el antagonismo entre Washington y Moscú sigue vivo. De la misma forma, y a pesar de que la Unión Soviética desapareció y China se hizo capitalista, Cuba decide seguir anclada en la Guerra Fría, pues el que los hermanos Castro dejen el poder después de más de medio siglo poco modificará la situación en la isla caribeña. Como los ciudadanos no eligen directamente a su presidente, los 612 diputados de la Asamblea Nacional pertenecientes al único partido político existente —el comunista— votaron, de la “amplia lista” de solo un candidato, por el sucesor de Raúl Castro que heredó la presidencia de Fidel: “sorprendentemente” fue elegido Miguel Díaz-Canel. La única razón por la que dejaron el puesto fue su avanzada edad: a lo largo de la historia los dictadores solo salen por viejos, porque se mueren o a balazos. No existiendo vocación de cambio e innovación, se escogió —como en los mejores días de la URSS— a un fiel apparátchik miembro de la nomenklatura que garantice el continuismo.

La pintoresca imagen vintage de los años 60 que ofrece La Habana, donde ni los automóviles han cambiado, no es meramente simbólica, pues responde a la trágica realidad de que, en lo político, económico, social, turístico, cultural, tecnológico, formas de vida, etc., el país se estancó en los años de la Guerra Fría, cuando triunfó la revolución. Dicho triunfo implicó un cambio radical que, desgraciadamente, se perpetuó e institucionalizó: el sistema dictatorial de Menocal, Machado, Céspedes, Grau San Martin, Prio Socarras, Batista, etc., fue remplazado por el de los Castro. En un artículo previo (05/01/18) indiqué que Cuba pasó de ser una colonia de España para serlo de Estados Unidos, luego de la mafia estadounidense, más tarde de la Unión Soviética y finalmente de los actuales fervientes revolucionarios opuestos a alterar el dogma ideológico que implique trastocar el estado de cosas prevaleciente. Esto último se debe a que —al igual que en Corea del Norte— el mantenimiento de un anacrónico y retardatario status quo es la garantía para la sobrevivencia del liderazgo político y la burocracia gubernamental que, con la complicidad de los altos mandos del ejército, se benefician del atraso, aislamiento, sometimiento y represión de la población.

En diciembre visité La Habana y constaté el deterioro de la economía, lo que obligadamente se traduce en mayor malestar popular y represión política. Se diluyó el optimismo que presencié en 2014, cuando se restablecieron las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Obviamente la lamentable elección de Trump y el descredito y decadencia del chavista socialismo del siglo XXI han frenado el proceso de apertura, pero no se puede seguir culpando a los factores externos —como al boicot estadounidense— para justificar el estancamiento, la pobreza y el raquítico desarrollo económico. No obstante, sí resulta muy útil para justificar el autoritarismo, la falta de democracia y la violación de los derechos humanos.

Cuba requiere urgentes y profundos cambios económicos, políticos y sociales para abandonar la Guerra Fría e incorporarse al siglo XXI, pero ello inevitablemente afectaría enraizados intereses aferrados a una revolución que perdió rumbo y se congeló en el tiempo. Las reformas iniciadas por Raúl Castro fueron alentadoras pero insuficientes, pues lógicamente no podía socavar la ortodoxia fundacional que creó con su hermano. La incógnita es si el poco conocido Díaz-Canel tendrá la voluntad política de cambio y, principalmente, la fuerza para confrontar las estructuras de poder reacias a cualquier alteración.

Internacionalista, embajador de carrera
y académico

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