El presidente López Obrador apeló a las madres de familia para que ayuden a combatir la delincuencia: “Pedirles a las madrecitas que nos ayuden con sus hijos. Orienten a sus hijos para evitar que tomen el camino de las conductas antisociales. Es muy importante hacer conciencia, convencer de que hay que cambiar”.

Agradezco al mandatario que haya hecho suya la propuesta que he venido haciendo desde hace varios años en mi libro ¡Atrévete! Propuesta hereje contra la violencia en México (Aguilar, 2014), donde hago ese mismo llamado a las familias, en particular a las madres, para que se involucren en la lucha contra la violencia y la delincuencia.

Ya he explicado que la razón para pensar de este modo es que entre nosotros el tejido social tiene su fundamento en la familia, la institución que los mexicanos consideramos la más importante (más incluso que la nación), la que conforma la red sobre la que se sostiene la vida y, por supuesto, también la red sobre la que se sostiene la delincuencia. Un 70% de la sociedad mexicana vive en familia, millones de mujeres son madres, abuelas y esposas que aman, cuidan y atienden a sus maridos e hijos y a su vez, son objeto de amor de parte de ellos. La relación con la madre es la más potente afectivamente en la cultura mexicana y los padres y madres conservan gran autoridad.

Ahora bien: ¿Cuál sería la razón para que una madre quiera responder a este llamado? ¿Por qué querría que se terminara aquello que la beneficia a ella y a los suyos? ¿Para qué querría cambiar lo que obtiene con las acciones de su hijo aunque ellas le causen sufrimiento a otros? Como escribe alguien: “¿Por qué está mal robar, extorsionar o matar a los desconocidos para que tu propia familia sobreviva y prospere?”

El único argumento para convencerlas de intervenir es que se percaten de que sus hijos pueden ser encarcelados, torturados, desaparecidos o muertos, lo cual tiene una alta probabilidad de suceder, ya sea por parte de grupos rivales o de las fuerzas de seguridad. Y que se cuestionen si eso vale la pena a cambio de bienes materiales.

Si esto las convence y quieren participar, hay que preguntarse cómo.

Lo primero es dejar de hacer como que no ven, no oyen, no se enteran. En México parece como si hubiera delincuencia y no delincuentes, las familias siempre dicen mi hijo no fue, él es bueno.

Y claro que sus hijos son buenos, porque les dan lo que todos queremos tener. Aunque ellas saben bien que no lo consiguieron en buena ley. ¿De dónde salió esa televisión tan grandota, esa pulsera, esa casa, esas vacaciones en la playa, cuando antes no tenían ni para bien comer?

Lo segundo es convencer al hijo de que le baje a la violencia, de que no es necesaria tanta crueldad hacia los demás.

Lo tercero es generar una red de parientes y vecinos que hagan lo mismo, pues al delincuente ésa es la gente cuya opinión le importa.

La propuesta puede parecer una locura, pero así ha parecido siempre cuando se plantean caminos que hasta ese momento son impensables e incluso inimaginables. Con la situación en que estamos inmersos, hay que buscar modalidades inéditas. Y esta es una de ellas, que quiere resolver el problema de abajo para arriba, desde la familia hacia la sociedad.

Hay sin embargo un problema que pone en jaque a esta propuesta. Y es el siguiente: con el argumento de ahorrar dinero, se está despidiendo a mucha gente de sus empleos. A unos por considerarlos innecesarios, a otros por ser de confianza, éstos porque ya no se van a requerir los servicios de las empresas para las que trabajan, aquéllos por cualquier otra razón. Esto no puede ser cosa buena, pues todas esas personas se quedarán en la calle y sin ingresos. Y tal vez entrarán a la delincuencia.

Señor presidente: para el país resulta más barato y más digno, hoy y a largo plazo, pagar salarios que regalar apoyos y becas o que mandar soldados a combatir a quienes delinquen. No haga de los despidos una política.

Escritora e investigadora en la UNAM
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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