El pasado 5 de febrero se celebraron, simultáneamente, el primer aniversario de la Constitución de la Ciudad de México y el 101 de la Constitución General de la República. A juzgar por los discursos, preocupa más la segunda que la primera. La local es una asignatura cumplida con singular éxito. Falta todavía aplicarla y defenderla frente a la Suprema Corte y a los intereses reptantes que se disfrazan tras la fronda de la legislación secundaria. En el caso de la Carta Magna la tarea es mucho más compleja, pero igualmente urgente. Se extiende la convicción de que es necesario elaborar un nuevo texto o proceder al menos a una revisión integral del actual, a efecto de dar origen a una Cuarta República Mexicana.

Ciertamente nuestra Constitución es fruto de una larga y penosa trayectoria. Para comenzar, cumple formalmente 161 años de vigencia, ya que el título de la misma es Constitución de 1917 que enmienda y adiciona la de 1857. Ello debido al afán del movimiento de Venustiano Carranza, que se había levantado contra la usurpación para restaurar la Constitución entonces vigente. Los gobiernos postrevolucionarios hicieron de nuestra Carta un símbolo nacional, junto a la bandera, el escudo y el himno: método tradicional para justificar el ejercicio del poder. Fue loada como la Constitución más avanzada del mundo y la síntesis de las aspiraciones nacionales, lo que hacía olvidar sus deformaciones sistémicas, sus contradicciones y su excesiva prolijidad. Se olvidó también que poco después de haber sido expedida comenzó a reformarse para fortalecer el autoritarismo y el centralismo y fue objeto de sucesivas modificaciones a causa de la unidad nacional, el desarrollo estabilizador y, durante los últimos treinta años, de la nefasta implantación del ciclo neoliberal que se tradujo en adecuaciones opuestas al espíritu de la Carta originaria del 17.

Nuestra Constitución ha sido objeto de 700 modificaciones en 109 artículos y tan sólo 27 de los 136 han quedado intocados. El propósito de otorgar permanencia a numerosas reformas ha conducido a introducir en nuestra Carta normas que podrían ser derivadas a leyes secundarias e incluso a disposiciones reglamentarias. El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM realizó un valioso ejercicio a fin de separar las disposiciones propiamente constitucionales de las que no lo son, con lo que se obtiene una notable precisión y aligeramiento del texto fundamental.

Adquirí conciencia temprana de las inconsistencias del cuerpo constitucional cuando hube de traducirlo en 1958 y, posteriormente, cuando se me encomendó, en su cincuenta aniversario (1967), un estudio sobre las reformas introducidas, que para entonces eran más de 181. En el Programa de la Revolución Democrática de 1990 planteamos abiertamente la necesidad de una nueva constitucionalidad para el país. En 1997, cuando se instaló la primera mayoría de oposición en la Cámara de Diputados, encomendamos a la Comisión de Estudios Legislativos una encuesta entre juristas sobre las reformas pertinentes a la Carta Magna. Se recibieron propuestas para modificar 122 artículos: el 90% del total, y se propuso reducir el texto a no más de 80 disposiciones sustantivas. En el 2000, con motivo de la primera alternancia en el Poder Ejecutivo federal, presidí la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado; más de 150 especialistas coincidieron en 188 sugerencias puntuales de reformas y en una nueva sistemática que incluía un capítulo sobre los objetivos económicos y sociales del país, y otro sobre la Constitución y la globalidad.

Para proceder a dichas reformas se sugirió incluir un artículo transitorio que facultara a una comisión del Congreso para la elaboración de un proyecto integral de reformas —sin detrimento de otros que pudieran presentarse—, que luego serían sometidos al proceso de reformas previsto en la Constitución. Más tarde, en los Foros para la revisión integral de la Constitución, se concluyó en la necesidad de convocar a un Congreso Constituyente para arribar a un nuevo pacto social que se expresaría en norma fundante con base en el artículo 39 de la Constitución: “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Con independencia del debate teórico, es claro que el país requiere un proceso fundacional por la vía referendaria.

Comisionado para la reforma
política de la Ciudad de México

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