Por Pablo Arrocha, Fernando de la Mora y Juan Ramón de la Fuente

En las últimas semanas el principal tema de la agenda política y económica de México, nacional e internacional, ha sido la migración. Se trata de un tema complejo, sensible y de múltiples aristas; de un fenómeno multidimensional y transversal, nada sencillo de etiquetar.

En el debate público, siempre bienvenido, se ha incurrido reiteradamente en el uso equívoco de conceptos y términos que, en aras de enriquecerlo, conviene precisar. Confundir migración con refugio o considerar a los migrantes en situación irregular como sujetos “ilegales”, por ejemplo, genera confusión, evoca temores infundados y propicia una retórica discriminatoria y xenófoba. Siempre es mejor llamar a las cosas por su nombre.

Según cifras de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) hay en el mundo alrededor de 258 millones de migrantes internacionales. Se entiende por migración al movimiento poblacional que se desplaza hacia el territorio de otro Estado o dentro del mismo Estado. Esta categoría se refiere a todas las personas, independientemente del número, su composición étnica y social, o de las causas que lo generen. Incluye a los refugiados, a los perseguidos, a los desplazados, a las personas desarraigadas y a los llamados migrantes económicos. Es decir, cada vez que hay un movimiento de personas, hay un fenómeno migratorio.

Ninguna migración obedece a una sola motivación o tiene una sola causa. En esa misma definición caben tanto los futbolistas que juegan en la liga de otro país, como los estudiantes que se encuentran realizando estudios de posgrado en el exterior; incluye a quienes buscan mejores condiciones de empleo en otra región y a quienes se han visto forzados a huir de su tierra por ser víctimas de persecución o por sufrir los flagelos de la guerra.

La Ley de Migración vigente en México es clara al definir al migrante como aquel individuo que sale, transita o llega al territorio de un Estado distinto al de su residencia, más allá de las motivaciones por las cuales se desplaza. Se puede entonces afirmar, categóricamente, que la migración y los migrantes per se no representan amenaza alguna. Es inaceptable que se refieran a ellos en términos discriminatorios o peyorativos.

Es cierto que los flujos migratorios en nuestra región, en particular aquellos provenientes de Centroamérica, son flujos mixtos en donde las principales causas que motivan el movimiento de personas están relacionadas con un cúmulo de carencias y temas de seguridad en sus países de origen. También lo es que la migración es reflejo de una necesidad más que de una libre elección.

Todos los Estados tienen la jurisdicción exclusiva para regular el ingreso de personas a su territorio. Generalmente, esto se traduce en normas de carácter administrativo que señalan cuáles son los requisitos que deben cubrirse para ingresar a algún país. También es atribución de cada Estado reservarse la última palabra sobre el derecho de admisión. Por tanto, los migrantes “indocumentados” o en situación migratoria irregular, son aquellos que se han internado en el territorio de un Estado que no es el suyo de origen, sin contar con la documentación necesaria o bien, que han excedido el tiempo señalado en su visa o documento de entrada. Ni en la Ley de Migración mexicana, ni en la Convención sobre la Protección de los Derechos de todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares de la ONU de 1990, ni en el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular de 2018, se menciona la expresión de “migrante ilegal”. Y conviene acotarlo porque el problema empieza con un lenguaje que legitima la discriminación y criminalización antes de pasar por los marcos de ley.

Este es uno de los principios sobre los que se sustenta la política migratoria de México. Nuestra ley al respecto es muy clara: “En ningún caso una situación migratoria irregular preconfigurará por sí misma la comisión de un delito, ni se prejuzgará la comisión de ilícitos por parte de un migrante por el hecho de encontrarse en condición no documentada”. La premisa es contundente: estar en una situación migratoria irregular no convierte al migrante en delincuente.

Ahora bien, esto es muy diferente al caso de los migrantes introducidos ilegalmente a un país, lo cual sí constituye un crimen transnacional: el de tráfico ilícito de migrantes. Dicha conducta delictiva se encuentra regulada en el Protocolo contra el Tráfico Ilícito de Migrantes por Tierra, Mar y Aire, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, adoptado por la Asamblea General de la ONU en el año 2000. Pero aún en ese caso, el migrante que ha sido traficado no puede ser criminalizado, es el traficante quien se hace acreedor a las sanciones penales.

No obstante estas diferencias, es frecuente que en torno al tema se use una retórica confusa, simplona y alarmista que busca invocar amenazas y riesgos a la seguridad nacional, sea por ignorancia o mala fe. Más que una amenaza a la seguridad nacional, la migración irregular conlleva riesgos serios en temas básicos como son los derechos humanos o la salud, la protección de los menores o la seguridad humana pero, al mismo tiempo, también es verdad que genera desconfianza en las autoridades locales y acaba por convertir a los migrantes indocumentados en los blancos favoritos (por lo vulnerables que son) de los grupos delincuenciales.

En el contexto bilateral de nuestra relación con los Estados Unidos, el tema se ha vuelto aún más complejo por la confusión (intencional o no) de dos delitos distintos: el tráfico ilícito de migrantes (human smuggling) y la trata de personas (human trafficking). El primero es un delito en contra de las medidas administrativas del Estado, en tanto que el segundo es un delito contra el individuo, en el que existen explotación y condiciones casi de esclavitud. Por otro lado, el tráfico de migrantes requiere por definición de un movimiento transfronterizo, en tanto que la trata de personas puede ocurrir inclusive en el contexto interno de un país. La ONU cuenta con dos Protocolos distintos para atender cada uno de estos fenómenos, toda vez que requieren respuestas diferenciadas. Confundirlos genera falsos diagnósticos y obstaculiza el combate a la delincuencia organizada.

El uso indistinto de términos (migrantes y refugiados) solo contribuye a enrarecer más las cosas. Todos los refugiados son migrantes, pero no todos los migrantes son refugiados. La condición de refugiado atiende a circunstancias particulares, lo cual ha llevado al desarrollo de un régimen jurídico específico para este fenómeno, tanto a nivel interno como internacional.

En el caso mexicano, el marco regulatorio está definido por la Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político, la cual reconoce la condición de refugiado para todo extranjero en territorio nacional que se encuentre bajo alguno de los siguientes tres supuestos:

1. Que debido a fundados temores de ser perseguido por motivos de raza, religión, nacionalidad, género, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o no quiera (por temor) acogerse a la protección de su país, o bien por no tener nacionalidad y estar fuera del país donde antes tuviera residencia habitual y por los mismos temores no quiera regresar a él.

2. Que haya huido de su país de origen, porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público.

3. Que debido a circunstancias que hayan surgido en su país de origen o como resultado de actividades realizadas durante su estancia en territorio nacional, tenga fundados temores de ser perseguido por motivos de raza, religión, nacionalidad, género, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, o que su vida, seguridad o libertad pudieran ser amenazadas por violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público.

Es claro pues que detrás del refugio hay un factor de riesgo inminente a la vida o integridad de la persona. Nuestra ley distingue también entre el refugio y el asilo político. Este último se refiere a “la protección que el Estado Mexicano otorga a un extranjero considerado como perseguido por motivos o delitos de carácter político o por delitos del fuero común que tengan conexión con motivos políticos, al grado de que su vida, libertad o seguridad se encuentra en peligro”. El asilo puede ser solicitado por la vía diplomática o territorial.

En México, acabamos de conmemorar los 80 años del exilio español, ese injerto vigoroso de libertad, de creatividad artística y científica que nos distinguió ante el mundo y transformó, para bien, tantos aspectos del país. Fue un episodio emblemático de la presidencia del General Lázaro Cárdenas que nos marcó para siempre. Pero también han enriquecido nuestra vida nacional las migraciones provenientes de países como Alemania, Líbano, Israel, Chile, Argentina o Uruguay, entre otros.

En el plano internacional, el refugio se encuentra regulado en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. El principio fundamental que se desprende de dicha Convención, es el de non-refoulement, o no devolución, que afirma que una persona refugiada no debe ser devuelta a un país donde se enfrenta a graves amenazas a su vida o su libertad. La oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) funge como guardián tanto de la Convención como de su Protocolo. Los Estados Parte tienen la obligación de colaborar con ACNUR para garantizar que los derechos de las personas refugiadas se respeten y protejan.

Los términos migrante y refugiado no deben ser usados indistintamente. La razón de ser del refugio es garantizar la protección de los derechos humanos, lo cual no implica que los refugiados tengan el derecho irrestricto de elegir el país en el que quieran asilarse. Por otro lado, es necesario reconocer que existe un número creciente de migrantes en situación de vulnerabilidad que no necesariamente caben dentro de la definición de refugiado, pero que merecen una atención especial debido a sus circunstancias particulares.

¿Qué relación guardan estas categorías con los conceptos de primer país de asilo y tercer país seguro que también se esgrimen e intercambian con singular simplonería? De acuerdo con la ACNUR, el concepto de primer país de asilo se aplica en aquellos casos en los que una persona ya ha encontrado, en un Estado previo, protección internacional efectiva y accesible. Por otro lado, el concepto de tercer país seguro se refiere a aquellos casos en los que una persona pueda encontrar protección efectiva en un tercer Estado (ni el de origen ni en el que buscaba originalmente asilo) de conformidad con un acuerdo bilateral o multilateral entre Estados.

Un ejemplo de primer país de asilo ocurre cuando una persona busca la condición de refugiado en la Unión Europea. Derivado del esquema conocido como Dublin III, la persona presenta su caso en el primer país de arribo y ese país es responsable de procesar la solicitud de asilo. Este modelo opera cuando existen esquemas de movilidad avanzados y cuando se tienen criterios de refugio similares. Además, se busca compartir “cargas” mediante el establecimiento de cuotas según las capacidades de cada país.

El esquema de tercer país seguro, por su parte, implica que un Estado puede negar el acceso a la petición de asilo y redirigir la solicitud a un tercer Estado, en donde existen garantías mínimas para su protección. Los Estados Unidos tienen un acuerdo de tercer país seguro firmado con Canadá desde 2004. Si bien los términos de cada acuerdo pueden variar, su esencia es transferir enteramente la obligación de protección internacional de un país a otro, al reconocer que un solicitante de asilo huye de una situación presumiblemente grave y, por ende, tampoco tiene la libertad absoluta de elegir el país en donde quiera asentarse.

Con base en lo anterior, y considerando que los flujos migratorios que provienen de Centroamérica hacia México son de carácter mixto, es claro que la situación no puede ser ubicada dentro de una sola categoría. Sería absurdo. El análisis que se requiere es más complejo y debe llevarse a cabo casi literalmente caso por caso, para poder identificar qué acciones corresponden conforme a las jurisdicciones nacionales y al derecho internacional dependiendo del tipo de migrante del que se trata. Esta es la esencia de un flujo migratorio seguro y ordenado. Implica una estrecha colaboración y coordinación institucional tanto al interior del país como entre las distintas autoridades gubernamentales de los Estados involucrados, incluida una laboriosa tarea consular y una sólida gestión fronteriza.

Los mejores esquemas de gestión migratoria privilegian la información clara y confiable que permita una mayor predictibilidad de los movimientos migratorios, y de los trámites que se requieren para procesarlos. En términos prácticos, es necesario contar con una documentación fidedigna que, de entrada, certifique identidad y nacionalidad. Ello implica el fortalecimiento de las capacidades consulares para poder emitir visas o permisos de internación, y liberar asimismo cargas en la frontera. La aplicación de criterios normativos propios a cada contexto ayuda también a prevenir violaciones de los derechos humanos, y disminuye las tensiones sociales derivadas de flujos descontrolados.

México, en colaboración con la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), y en coordinación con El Salvador, Honduras y Guatemala, ha lanzado el Plan de Desarrollo Integral para el sur de México y el norte de Centroamérica. En buena hora.

Para empezar, tendremos un diagnóstico más preciso de la situación en la región, y se podrán identificar áreas de oportunidad (que las hay) para evitar que los flujos migratorios se conviertan en una crisis mayor. El enfoque del Plan es eminentemente preventivo. Se sustenta en el derecho nacional e internacional y en el respeto irrestricto a los derechos humanos. Fortalece además, varios de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030. Es el germen de un Sistema Regional de Gestión Migratoria que puede ser un modelo de avanzada formidable. Se enfoca directamente en las principales causas que obligan a las personas a abandonar sus países de origen. La idea que subyace al Plan es que la migración, bien gestionada, puede detonar procesos de desarrollo incluyentes que faciliten el retorno.

El reto es mayúsculo, es cierto. Pero hay una estrategia que está bien pensada y debe evaluarse periódicamente. Se han ido sumando voluntades y apoyos políticos internacionales: la ONU con sus distintas agencias, fondos y programas, la Unión Europea, la Secretaría General Iberoamericana y algunos países como Alemania, España, Chile y Uruguay. Ojalá que los Estados Unidos lo asuman también con más convicción. Nos conviene a todos. Se requerirán recursos, es cierto, habrá que gestionarlos. Hay que tener paciencia y una dosis de optimismo. El problema no se resolverá en el corto plazo, pero se irá avanzando.

Lo que no debe perderse de vista es el sentido humanista del proyecto, la perspectiva humana de la migración. En nuestra región, y en casi todo el mundo, las personas emigran por necesidad, no por elección. La migración como necesidad está llena de historias dramáticas en donde la gente se ve forzada a dejar atrás a sus familias, sus pertenencias, sus casas, sus sabores, sus vidas. A esta dura realidad se suman las expresiones que los migrantes enfrentan: la discriminación, el miedo, el odio, la xenofobia, alimentadas todas por la ignorancia, el fanatismo y el oportunismo político.

Es responsabilidad de todos cambiar estas falsas percepciones, impedir que se generalicen en nuestro país. Y en el caso del gobierno de México, será imperativo cumplir con la obligación de robustecer una política migratoria que mantenga viva una de nuestras mejores tradiciones diplomáticas, una política generosa y solidaria, que proteja simultáneamente nuestra economía y nuestra soberanía. Son tiempos propicios para que México refrende su compromiso indeclinable con el derecho internacional, con los derechos humanos, con el desarrollo sostenible y con la seguridad nacional, humana y fronteriza.

Misión Permanente de México ante la Organización de las Naciones Unidas

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