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Brayan Antonio Ortiz Olivas no llevaba identificaciones consigo cuando quiso cruzar a Estados Unidos. Ahí no tiene familia, pero buscaba trabajar allá a pesar de dejar en México a su pareja Nohemí, de 17 años, y una bebé con el mismo nombre con nueve meses de nacida, ambas al cuidado de su abuela Rebeca, de 70 años.

Tiene 19 años, es originario de Altar, Sonora, municipio donde la vida es tranquila y sus visitas regulares son las de los migrantes en busca del ajuar de camuflaje que los polleros les requieren para cruzar por el desierto.

Es raro ver a personas paseando en la plaza principal, a una calle del edificio del ayuntamiento o a niños jugando en el parque.

De vez en cuando aparecen de la nada los vendedores de paquetes para migrantes. Aunque los clientes han bajado considerablemente desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, se queja una de las vendedoras que se acerca a platicar con los desconocidos del lugar.

Brayan estudió hasta tercero de secundaria. Nunca conoció a su papá y hace aproximadamente cinco años su mamá desapareció.

“Se metió en problemas y no volvimos a saber de ella”.

—¿La levantaron?, se le pregunta. “Algo así”, se le alcanza a escuchar, “ni me acuerdo ya...”

La frontera entre Sonora y Arizona se conoce como La Puerta de Oro, por la presencia del crimen organizado y debido a que es la zona en la que más narcotúneles han sido ubicados por las autoridades locales y federales.

Agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) detuvieron al joven cuando intentaba llegar a Estados Unidos. Cuenta que su abuela ni siquiera se había dado cuenta de que iba a cruzar la frontera hasta que le llamó para informarle que lo acababan de deportar.

A diferencia de los demás repatriados, Brayan emprendió el viaje solo, porque no es la primera vez que cruza a Estados Unidos sin documentos. Hace un año trabajó de mesero en un restaurante donde ganaba ocho dólares la hora, mientras en México le pagaban 130 pesos al día laborando en el campo.

Cuenta que regresó al país luego de un tiempo, en el que estuvo enviando dinero a su abuela con lo que consiguió reunir cuatro mil dólares. Esta es la tercera vez que lo deportan y aunque reconoce que está harto de ese tipo de vida, después de un tiempo intentará cruzar de nueva cuenta.

“Las veces que me han agarrado no hago resistencia, he tratado de correr pero pueas nomás me detienen y dices: ‘No pues ya valí madre’. Sí me fastidio de eso pero después de un tiempo me voy a intentar pasar otra vez”, advierte.

“Ahora tengo que agarrar el camión a mi casa, que me cobra como 200 pesos. Traigo exacto 300 pesos”, menciona.

Cuando lo detuvieron al intentar cruzar la frontera llevaba apenas cuatro horas caminando en el desierto, desde ahí la migra, como se conoce popularmente a la patrulla fronteriza, lo llevó a Tucson, donde durmió en una garita muy parecida a la del Instituto Nacional de Migración del lado mexicano de Nogales.

Mientras relata los momentos de su detención arma su celular para comunicarse ahora con Nohemí, su pareja.

En el brazo derecho tiene tatuado el nombre de su abuela Rebeca, constante recordatorio de que ella lo espera y a diferencia de sus papás, ella se quedó con él.

La escritura está en chino... como intentar llegar al otro lado.

Ahora, insiste en que en algún momento intentará cruzar de nueva cuenta hacia Estados Unidos

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