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Marisa Mendoza sólo piensa en el momento en el que su hija Melissa Sayuri descubra la fotografía de su padre y pregunte qué le pasó. Se refiere a la imagen del rostro de su esposo Julio César Mondragón, asesinado y de quien en principio se dijo fue desollado la misma noche del 26 de septiembre de 2014 en que desaparecieron sus 43 compañeros de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.

Melissa hoy tiene dos años, tres meses. Nació dos meses antes de que su padre fuera asesinado. Fue justamente en Facebook donde Marisa, sin quererlo, encontró la imagen del rostro de su esposo muerto.

“La vi el sábado por la mañana temprano porque entré a Face para ver si Julio César me había escrito. Lo último que supe de él —la noche del 26 de septiembre— es que se había quedado sin pila en su celular. Por eso entré a Facebook. Al principio dudé, pero después reconocí su bufanda, su pantalón, sus tenis, su camiseta roja. Después fui a los cajones de nuestro cuarto para buscar esa bufanda, la camiseta roja, los zapatos, y no estaban ahí. Fue cuando supe que se trataba de Julio César. Era su rostro.

También lo reconoció por unas marcas que tenía en su mano. “Me fui inmediatamente a Guerrero a recoger el cuerpo de mi esposo. El acta de defunción decía que se trató de una muerte cerebral [causada] por un objeto contundente”, recuerda.

“Todo ese viernes 26 de septiembre estuvimos en comunicación por medio de celular, por WhatsApp. Por la tarde, Julio me dijo que saldrían hacia Iguala para obtener unos autobuses para la conmemoración del 2 de octubre en la Ciudad de México. Dijo que después de eso, Melissa, él y yo estaríamos juntos ese 2 de octubre; pero desafortunadamente ese día ya no llegó para él.

“Me escribió cuando estaban en el camino… escuchó disparos. Dijo que se les había cerrado una patrulla, que policías lo perseguían. Que algunos compañeros se habían bajado para mover la patrulla del camino. Dijo que me amaba mucho y que quizá perdería la vida. Le pedí que se cuidara. Que huyera de ahí. Que se escondiera. Me contestó que no podía hacerlo porque ahí estaban sus compañeros, que él debía quedarse ahí. Dijo que se estaba acabando la pila de su celular. Ya no pudo contestar el último mensaje que le envié. Fue por eso que el sábado por la mañana lo primero que hice fue entrar a Face y encontré esa fotografía que todos conocemos”.

“Al principio, cuando me llamó, nunca creí que fuera algo tan grave. Yo también soy normalista. Estudié en una escuela rural, viví represiones por parte del Estado. Realizábamos marchas y bloqueos para que las autoridades educativas aceptaran nuestros pliegos petitorios, y lo máximo que nos ocurrió fueron golpes, gas lacrimógeno. He vivido ese tipo de represión, pero nunca imaginé que iban a llegar tan lejos, al grado de desaparecer estudiantes y torturarlos... Fue su decisión, pero me siento culpable”, dice.

Julio César y Marisa se conocieron en una reunión  entre normalistas. Ella vivía en la Ciudad de México y al poco tiempo comenzaron a  frecuentarse y a  rentar un espacio juntos.  Meses después vino un embarazo.  “Nació una bebé  muy  deseada por ambos,  y Julio César decidió entonces viajar hacia la Normal Rural de Ayotzinapa para completar su carrera como maestro rural. Convivíamos  frecuentemente y  lo apoyaba también económicamente con sus estudios.  Me decía que cuando nuestra hija  Melissa cumpliera cuatro años, él sería profesor. Eso era lo que quería y yo lo apoyé,  inclusive con tareas académicas.  Hoy me arrepiento. Quizá no debí apoyarlo.  Él era guardia de seguridad aquí en la ciudad, de la Central Camionera de Observatorio y  después  del Centro Comercial Santa  Fe, pero quería estudiar y superarse.  Debí  insistir  en que se quedara en la Ciudad de México, a estudiar aquí.  Yo pude haber impedido que él se fuera a  Guerrero, a  la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, y me siento culpable por esto; quizá si lo hubiera impedido él estaría aún conmigo, pero su decisión,  su sueño  era ser maestro  rural ”, relata Marisa.

“Otra culpa que traigo es que debí llamarle a la policía; irme para allá esa noche”, dice.

Marisa es   maestra en dos escuelas de la Ciudad de México.  Lo era cuando ocurrieron los hechos.  Su hija vive con sus padres y cada fin de semana va a verla. En un futuro próximo piensa dejar la capital para trasladarse y vivir con Melissa. “Es sólo cuestión de trámites.  Estoy  reorganizándolo todo. Cuidando que se haga justicia en el caso de mi esposo;  que se llegue a la verdad.  Lo que busco es justicia, que la muerte de Julio no quede en la impunidad.  No quiero que cuando mi hija crezca este caso aún esté impune.  Queremos una vida más tranquila, más en paz”.

Tuvo que buscar una nueva casa para rentar, porque el dueño del espacio donde vivía con Julio se lo pidió en cuanto supo lo ocurrido en Ayotzinapa. “He estado también en los trámites de la exhumación  que se llevó a cabo el 4 de noviembre de 2015. Teníamos fotografías que no fueron incluidas en el expediente. Queríamos esclarecer las condiciones y causas por las que murió. Estuve en la necropsia.

“Pedimos una prueba de ADN . Ahí los peritos argentinos encontraron tortura severa, 12 costillas rotas y traumatismo craneoencefálico, dijeron que había 75% de certeza de que haya existido acción humana en su rostro. Los peritos de la Procuraduría General de la República, PGR, agregaron que esta acción humana se dio cuando Julio César estaba en agonía,  mientras que las personas de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos descartaron la acción humana y afirman que hubo 100% acción de fauna en su rostro.

“Hoy sabemos y se confirmó que no sólo fue la fauna del lugar la que devoró el rostro de Julio. Sabemos que fue torturado hasta morir. La PGR lo sabe. El desollamiento se dio cuando Julio aún estaba con vida. Le quitaron el rostro cuando estaba agonizando. Yo misma, durante mucho tiempo, vi aquella fotografía y le ponía  zoom  a la computadora, y los cortes en su rostro no eran desgarramientos de fauna, sino cortes perfectos que un animal no puede hacer. No niego que hubiera participación de fauna, pero después de que su rostro estuviera expuesto. Después de que él estaba ya sin rostro”.

“Que vayan a la cárcel”. La Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) se ha acercado a Marisa para iniciar los trámites de reparación del daño. “No es lo que busco. Quiero ver en la cárcel a los que cometieron el crimen, a quienes participaron esa noche”, dice.

“El Estado se ha encargado de ejercer tortura, y las personas que están presas por este caso están siendo torturadas también. Los policías que están presos no tiene nada que ver con la muerte de Julio. No queremos chivos expiatorios; y como dicen los padres de los 43 muchachos: ‘¡ Vivos se los llevaron … vivos los queremos!’. Queremos que el caso de Julio sea atraído por la Procuraduría General de la República, que su expediente no se siga fragmentado, que siga una misma línea junto con los 43 estudiantes de la normal”.

Marisa concluye intentando una descripción de si misma: “ Yo era muy fuerte, sonriente, alegre, me gustaba divertirme, pero después de esto he pasado por el enojo, el coraje, la ira, la preocupación, la depresión. Todo al mismo tiempo”.

Es tarde. Quiere irse para tomar la carretera hacia el sitio donde está su hija. “Quiero verla. Ojalá falte mucho para que me pregunte dónde está su papá o que me pregunte qué le pasó, y por qué su papa no está con nosotras. “¿Qué le voy a explicar cuando vea esa imagen de su papá?”

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