Nestora Salgado inició una huelga de hambre empujada, paradójicamente, por el hambre misma. Un día antes de tomar la decisión, el 4 de mayo de 2015, su familia la había visitado en el penal de máxima seguridad de Tepic, Nayarit, donde la ex dirigente de la Policía Comunitaria de Olinalá, en el estado de Guerrero, estaba recluida desde agosto de 2013. Nadie habló de huelgas de hambre durante ese encuentro. Se abordó el proceso legal que Nestora enfrenta, de cómo a pesar de estar exonerada por un tribunal federal, la Procuraduría General de Justicia de Guerrero sigue sosteniendo los cargos, de cómo el procurador se había negado a recibir a su nuevo abogado, Leonel Rivero, entre otras cosas.

Al final las hijas partieron y Nestora regresó a su celda. No pensaba en protestas, pensaba en que tenía ganas de comer.

Así lo recuerda Nestora, ahora desde la torre médica del penal femenil de Tepepan, en la capital. Hace apenas dos días decidió levantar su huelga de hambre, después de un mes de ayuno, ya que el gobernador de Guerrero, Rogelio Ortega, le prometió que sus compañeros de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) serán trasladados del penal del Estado de México a Guerrero.

Ella cuenta la historia desde la celda en la que se encuentra, enfundada en una pijama de franela. En el cubículo contiguo está la ex lideresa del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Elba Esther Gordillo, y Nestora asegura que no la conoce.

Al día siguiente de la visita de su familia, aquel 5 de mayo, Nestora despertó con más hambre, y esperó a que le llevaran su bandeja de comida. A diferencia de las otras reclusas del penal de Nayarit, ella no tenía permitido bajar a ingerir alimentos con las demás.

La custodia trajo un plato de ejotes y frijoles, muy mal cocinados. Nestora pidió hablar con la comandante y le comentó que no podía comer eso; sufría de problemas gástricos, agravados por el encierro, y el médico le había prohibido comer leguminosas.

La comandante le dijo que se comiera lo que había. Nestora respondió que no. Entonces la amenazó: la aislaría en su celda durante 35 días. La mujer se echó a llorar. “Yo sólo estoy pidiendo comida”, decía. En un arrebato respondió: “Está bien, dame mi castigo, ya que estoy en huelga de hambre”.

Bandejas con comida día y noche

Desde que se declaró en huelga de hambre, las autoridades del penal la obligaban a bajar al comedor, sentarse con las demás internas, y le ponían enfrente la charola de alimentos.

Nestora no tocaba nada, pero le sacaban fotografías con la comida. “No sé si lo hacían para desmentir que estaba en huelga”. Después, regresaba de nuevo a su celda y le dejaban la charola con la comida intacta.

“Era una tortura sicológica”, alza la voz. “¿Sabes lo que es una huelga de hambre? Todo el tiempo tienes ganas de comer, todo el tiempo estás pensando en comida, es muy difícil, y ellos te dejan la charola”.

Mientras tanto, en el exterior se dio a conocer la huelga de Nestora. Pedía, entre otras cosas, el traslado a una prisión del Distrito Federal, cosa que exigía desde el inicio de su detención. Y, por supuesto, su libertad.

El 19 de mayo la directora del penal le anunció que sería trasladada a una prisión capitalina, pero agregó que su presión arterial se encontraba muy baja —por debajo de 50— y le pidió que comiera un poco de fruta. Le ofreció sandía. Nestora tomó un pedazo pequeño e inmediatamente la fotografiaron. Se dio cuenta de que todo era una trampa.

No se aceleraba el traslado, ni avanzaba el caso legalmente. El procurador estatal de Guerrero se negaba a recibir a su abogado.

Entre el hambre, Nestora pensaba: “Me quieren matar, me quieren volver loca. Entonces, pues que me maten”. Y para el 24 de mayo dejó de tomar líquidos. Las autoridades del penal utilizaron la misma táctica que con la charola: ahora llevaban sendas jarras de agua fresca con hielo a la celda y las dejaban ahí.

Finalmente, el 29 de mayo fue trasladada a la torre médica del penal femenil de Tepepan. Llegó por la tarde del viernes. A las afueras de la prisión la recibieron simpatizantes que gritaban consignas: “¡Nestora, aguanta, el pueblo se levanta!” y “¡Viva Nestora!”. “Cuando los escuchaba gritar me llenaban de fuerzas. ¿Tú crees que yo voy a dejar de luchar por ellos? Ellos no me han abandonado. Yo tampoco lo haré”.

De acuerdo con uno de sus abogados, Sandino Rivero, la salud de Nestora sigue siendo evaluada. Pero su hija Saira habla ya de un posible daño en el hígado.

En Tepepan

Junto a la cama de hospital Nestora tiene una pila de libros bestseller, la mayoría en inglés —un idioma que ella domina tras haber pasado casi 20 años de su vida en Estados Unidos—, novelas románticas, algún título del escritor Paulo Coelho.

Hoy su piel luce amarilla. Quienes la conocen de antes saben que ese tono es producto de casi dos años de permanecer presa, sin contacto con el sol. Alrededor de la boca tiene unas manchas oscuras, secuela de un hongo en la piel que la atacó en prisión y que nunca fue atendido.

Nestora no sabía que le había dejado la cara marcada hasta que fue trasladada al penal de Tepepan y se miró en un espejo por primera vez en casi dos años. Por cierto, dice que al verse casi no se reconoció. Aunque ella se queja de su aspecto físico, sigue siendo una mujer atractiva que no representa los 44 años que tiene: ojos grandes, oscuros y expresivos, rasgos armoniosos.

Ahora, su hija Saira, una mujer de 27 años, le ha llevado unas mudas de ropa interior. Sentadas ambas en la cama es difícil identificar que se trata de madre e hija. Más bien parecen hermanas. La delgadez y la fragilidad de Nestora, así como la palidez de su rostro le confieren un aire casi infantil.

Habla con una mezcla de acentos: el de la montaña de Guerrero, su natal Olinalá, y el chicano, propio de los mexicanos que llevan mucho tiempo en Estados Unidos.

Sobre la cárcel en Nayarit habla mucho de esa tortura sicológica a la que fue sometida. Reitera: “Me querían volver loca. Pero no lo lograron”. Recuerda, sobre todo, el aislamiento. Su voz se alza, se indigna cuando recuerda: “¿Por qué si muchas mujeres que estaban ahí y se vanagloriaban de haber pertenecido a tal o cual cártel, hablaban de cómo habían desmembrado y cocinado gente, ellas sí podían bajar al comedor, tenían talleres de cosmética, de música, de deporte, tenían acceso a revistas. Podían hacer cosas. Y yo, en cambio, no podía dejar mi celda? Yo me preguntaba por qué no podía salir, comer con las demás, algunas de las presas terminaron diciendo: ‘Es que ella está loca’”.

Las mujeres están olvidadas

Meses después, muchos meses después de su detención, en febrero de 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dio un plazo de 15 días al gobierno mexicano para que le otorgara medidas cautelares a Nestora, debido a la violación de sus derechos humanos. Por fin le permitieron salir a caminar en un corredor por 45 minutos al día… “cuando querían”.

—¿Qué es lo que aprendió de la cárcel en Nayarit? —se le pregunta.

—Lo principal, me acercó muchísimo a Dios. Pero también aprendí a conocer a Nestora. Que Nestora es muy fuerte, que tiene mucho corazón y lucha. Aprendí que soy una herramienta de Dios para darle algo a sus hijos, algo que él no puede dar de otra forma —responde.

“También aprendí a valorar más a las mujeres. Me di cuenta cómo en ese lugar [en el penal en Nayarit] los maridos las olvidan. Estamos olvidadas, las mujeres no tienen visita conyugal, los niños no tienen ni leche. Haga de cuenta que les dan la ración de leche para sus hijos por determinados días, si se les acaba antes, no les dan más. Una escucha a los chiquitos llorar de hambre, los gritos de los niños estreñidos porque no tienen medicamento. Nadie las ayuda. A las mujeres hasta se les iba la leche por el estrés, el encierro. Y los niños con hambre. Yo hablé con varias de ellas para que mandaran una carta a Derechos Humanos”. Y ríe: “Me querían acusar de motín. Había señoras que no tenían ni cobijita para su bebé. Parían y envolvían al recién nacido con una toalla”.

La mujer hace una pausa, mira hacia la ventana de vidrios opacos que impiden mirar hacia afuera de la celda. “Siento que Dios me mandó a este lugar para aprender”, dice.

Nestora reitera: “No pido la amnistía. Yo soy inocente. Pero además yo no quiero que ningún secuestrador salga por una amnistía. Si yo fuera culpable, no pediría ayuda”.

Luego solicita que el presidente Enrique Peña Nieto voltee a ver su caso. “Y también a su esposa [Angélica Rivera]”.

El contexto

El 18 de mayo de 2013, Olinalá se incorporó a la CRAC. Esta organización tiene 19 años de existencia y está avalada por la Ley estatal 701, que respalda los derechos y la cultura de los pueblos indígenas. Esto les da la facultad de realizar arrestos y detenciones.

Durante los pocos meses en los que la Policía Comunitaria operó en Olinalá se presentaron varios casos de robo de ganado, abigeato y homicidios. También el de dos jovencitas que huyeron de sus casas y que fueron halladas en compañía de jóvenes acusados de trata de personas. Los padres de las muchachas accedieron a que sus hijas fueran “reeducadas” en la casa de justicia El Paraíso, a cuatro horas de distancia, pero tres meses después las mismas jovencitas y sus familias acusaron a la jefa de la Policía Comunitaria en Olinalá, Nestora Salgado, de secuestro por este caso.

El 21 de agosto de 2013 Nestora fue detenida por elementos del Ejército y de la Secretaría de Marina, y a las pocas horas la mujer fue trasladada a la prisión de máxima seguridad en el estado de Nayarit.

El 31 de marzo de 2014, el magistrado del Primer Tribunal Unitario del Vigésimo Primer Circuito, José Luis Arroyo Alcántara, desechó las acusaciones por secuestro y delincuencia organizada, pues determinó que Salgado actuó conforme a las facultades de la Policía Comunitaria reconocidas por la propia ley de Guerrero. Sin embargo, la Procuraduría General de Justicia del Estado ha continuado el proceso y se niega a desechar los cargos en su contra.

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