Tarzanes, rumberas, danzoneros y entusiastas del baile no pueden dejar de mirarlo. Sonríen, aplauden, le toman fotos, se emocionan con aquel hombre enmascarado cuyo zoot suit, conjunto de zapatos bicolor brillosos; saco largo con hombreras y grandes solapas; pantalón ceñido a la cintura con pliegues y valencianas, resalta en los tres mil metros cuadrados de duela del Salón Los Ángeles.

“Aquí soy más conocido que Luis Miguel, estoy más aplaudido que Juan Gabriel y soy más borracho que José José. Imagínate”, se enorgullece Chele, quien desde hace 36 años alterna entre el trabajo en una ruta de microbuses y el desestrés que le provoca el recinto de la Guerrero que adoptó como santo patrón a Damaso Pérez Prado, el Rey del Mambo.

Hace tres años, cuando Chele tenía 63, usó por primera vez la máscara: “¿Has visto la película que se llama así, La Máscara? Pues tengo un traje amarillo de pachuco y me la pongo con él”.

Pero no sólo de amarillo se viste y calza, también de fiusha, azul marino, blanco, rojo, negro de rayas, negro liso y de otros nueve coloridos trajes, que alterna con al menos 40 pares de zapatos: “Tres no los he estrenado porque estoy esperando combinarlos con 14 trajes que mandé a hacer a Salto del Agua por mayoreo”.

Así alterna su vestuario, “descansa” algunos atuendos para pensar en nuevas formas de llevarlos a Los Ángeles, donde cada domingo se le puede ver dando brincos y marcando el paso con las manos hacia arriba, sonriendo o bebiendo una cerveza solitario en la barra. La única razón por la que Chele no se presentaría, sería por alguna enfermedad grave.

Pierde su inocencia, 17 años

En el barrio de Tepito, David Romero recibió el mote de Chele desde sus primeros años de vida al no poder pronunciar “leche” con soltura. Sus padres tenían dos puestos, uno de frutas y otro de verduras, en el mercado Abelardo L. Rodriguez, muy cercano al callejón Mixcalco donde vivían. David era encomendado regularmente por su familia a cuidar de los negocios o a buscar a su papá, un bailarín, para darle recados urgentes, pero en vez de llevar los mensajes al destinatario la curiosidad lo obligaba a espiarlo en secreto mientras éste se contoneaba en el extinto salón Chamberí, en la calle Lecumberri del Centro Histórico.

De sólo mirar, él pensaba que ya había aprendido a moverse y a los 17 años aceptó la invitación de unos amigos para lucirse en una asamblea en el Peñón de los Baños, colonia visitada por los guapachosos: “Saqué a bailar a una chica muy hermosa, era una bailarina pero de abolengo, y pues... me dejó de una pieza. Me dijo ‘tú no sabes bailar’ y me dolió, entonces me propuse aprender”.

“Tienes dos pies izquierdos”, le respondían al unísono una y otra vez sus hermanas cuando él les pedía que le enseñaran a bailar hasta que, con el consejo de una señora y una herramienta para limpiar aprendió: “Mira, haz dos pasos para acá y dos para allá… y ya solito agarras el ritmo, me dijo. Entonces agarraba la escoba como si fuera una muchachona y le daba vueltas”.

Tiempo después vendría su primera experiencia dancística patrocinada por uno de sus tíos en el Corona, ubicado en Manuel M. Flores y Eje Lázaro Cárdenas, un salón mítico en el que después de un estribillo, los bailadores descansaban respetando el característico ritual del ritmo de la casa, el danzón.

Ya entrado en años, cuando cubría como microbusero la ruta dos en los 80, Chele conoció con sus compañeros el salón Los Angeles, como dice él: su hogar. Más adelante adoptó las garras y el tacuche característicos de un movimiento urbano originado en los años 40 en El Paso, Texas, inspirado por su ídolos: Adalberto Martínez Resortes y Germán Valdéz Tin Tan, su pachuco número uno: “El que usaba el sombrero con la pluma, los sacos largos y el clavel”.

Baile para el desestrés

En casa es consentido por sus dos hijas, en la pista de baile, festejado, y en el paradero de Chapultepec hasta de cacharpo le hace: “Toreo, Echegaray, Satélite…”, grita cuando no hay alguien haciéndole segunda cuando despacha. Chele es parte de los coordinadores del paradero Chapultepec, su faena laboral consiste en apuntar en una lista colgada cerca de un altar a la Virgen de Guadalupe la hora de entrada y salida de cada unidad. También revisa el número de pasajeros a bordo y, de pilón, recibe insultos o reclamos de aquellos quejumbrosos del clima, de tráfico, del tiempo cuando les sobra o cuando les falta. Esos que insiste, “¡luego quieren ir colgados que porque llegan tarde!”.

“En la ruta no le damos gusto a nadie, siempre nos echan en cara todo”, dice resignado, pero ni las peleas con los citadinos presurosos o las lluvias torrenciales importan cuando recuerda el salón Los Ángeles, en donde las maracas, las trompetas, los güiros de las orquestas en vivo son aclamadas de pie por el público desde 1937, mismas que alguna vez levantaron de sus mesas a Frida Kahlo, Diego Rivera, Fidel Castro, al Che Guevara o hasta a Miguel Alemán.

El guapachoso Chele toca de vez en vez las grandes cadenas de plata que cuelgan de su cuello y reposan junto al clavel de su solapa, e interrumpe por segundos su sonrisa característica para recordar que la gente que visita el salón lo hace para “sacar” el estrés: “Aunque no lo creas, sí me estreso. Está duro por los asaltos, hay veces que a un compañero le toca de dos a tres veces. Se han levantado infinidad de actas… hasta de balazos que le han dado a los pasajeros. No sabes en qué punto se te van a subir [los asaltantes], puede ser en Maquinaria, en Calle 5, en Gustavo Baz, en Echegaray, Satélite, Mundo E”.

La indiferencia de las autoridades del Estado de México, donde se han interpuesto las quejas correspondientes no son las únicas, también se enfrenta a sus propios compañeros: “A veces no siguen las reglas, llevan la música a todo volumen o no cierran la puerta como se debe. Les digo y no hacen caso, entonces yo los apunto en una lista y se la paso al delegado. ¿Qué sucede? Se les castiga dejándolos inactivos una semana en la ruta. Así es como hemos podido poner un poco de orden”.

Como el repertorio de una agrupación musical, el rol de trabajo de David cambia mucho: a veces trabaja de las cinco de la madrugada a las dos de la tarde, de las dos a las nueve y media o de esa hora a las cuatro de la mañana. Los microbuses sólo descansan una hora porque llegado el primer convoy del metro empieza su turno de nuevo, a las cinco y cuarto.

Una vez al mes sí o sí debe reducir su tiempo bailando en el salón de la calle de Lerdo 206 para hacer el turno de madrugada. Cuando eso pasa, David hace uso de un ejercicio corporal: “Llego en mi vochito. Ya bailé unas cuantas, ya sudé y llego bien contento, cotorreo con los compañeros. Llego así vestido, sólo me pongo la camisa de la ruta y si hay alguna canción que me guste pues la bailo en mi lugar”.

El elixir antiedad

Entre cada pieza de swing, mambo, salsa, son cubano, cumbia, rumba y danzón Chele cambia de pareja, hace rondines cual vigilante para pedirle a alguna mujer sin pareja que deje a un lado la contemplación del baile ajeno y tomen el protagonismo en la pista: “Yo sólo tengo amigas, el derecho... ellas se lo toman”.

Por sus años de experiencia la gente le pregunta por qué no da clases, pero él siempre revira ofreciendo lecciones particulares gratis: “Me gusta enseñar para que se diviertan, que no se queden sentadas, que no apliquen el ‘no gracias, no sé bailar’. En unas tres o cuatro piezas ya agarran su ritmo y me dicen que ‘teniendo un buen maestro, cualquiera aprende’.

El salón Los Ángeles es su hogar, el baile un elixir contra el envejecimiento y un aliciente para recordar una época: “Cuando bailo siento hermosísimo, hay melodías que las escucho y como que mi corazón palpita más fuerte y entonces sé que debo de echar más enjundia, moverme de acá y para allá. Sí es difícil aprender pero yo te bailo de todo, aunque me gusta más la salsa, la rumba, la guaracha”.

Confiesa que a pesar de la camaradería, de las risas o experiencias compartidas con las mujeres en el ritual dancístico, prefiere estar solo. Aunque no siempre fue así, su mujer nunca lo celó. “Tenía mucha confianza en mí. Siempre me decía ‘¿quieres irte a bailar? Vete a bailar. Si yo voy contigo no te podrás divertir como estás acostumbrado. ¿Qué camisa quieres que te planche, qué pantalón?’”.

Su canción favorita es Caballo Viejo, de Simón Díaz, agrega, “quién sabe por qué pero me encanta… tal vez porque me acuerdo de mi esposa, fue la primera que bailamos juntos. Ella ya falleció, bailaba muy bonito”.

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