La cita es a las 12:00 horas en la escuela de entrenadores en la que trabaja en la localidad obrera de Getafe, a las afueras de Madrid. Pero a las 12:30 horas, Osama Abdul Mohsen (52 años) sigue sentado en una mesa de la cafetería junto a la escuela. Frente a él, un chico joven grita en árabe, hace aspavientos con los brazos. Mohsen intenta calmarlo, lo mira con paciencia y muerde su tostada.

Al salir del bar, Mohsen pide disculpas por el retraso. El joven le da un sentido abrazo y se marcha. “Es un amigo marroquí. Tiene problemas con la familia. Intentaba calmarlo”, explica. Es el estilo de Mohsen: paciencia, dar tiempo a que las cosas se reconduzcan.

Dio prueba de esa templanza el día que involuntariamente saltó a la fama. Con su hijo Zayd en brazos llorando por la fiebre, el 8 de septiembre de 2015 Mohsen cruzó la frontera de Serbia a Hungría entre una estampida de refugiados, la mayoría sirios, como ellos, que huían de la guerra. Entonces una periodista húngara, Petra Laszlo, levantó la pierna y zancadilleó a Mohsen en plena carrera. El hombre y el niño rodaron por el prado. Mohsen se levantó rojo de ira, pero Zayd se agarraba a su cuello rabiando. Mohsen prefirió darse la vuelta y olvidar a Laszlo. No sabía que acababa de convertirse en un ícono mundial de la crueldad contra los refugiados en su camino hacia Europa, donde en 2015 entraron más de 1.2 millones, según la Organización Internacional para las Migraciones.

Pasó las siguientes horas viajando hasta Múnich mientras buscaba medicinas y un médico para el niño. Días después lo llamó el presidente del Centro Nacional de Formación de Entrenadores en Getafe. Miguel Ángel Galán vio en Facebook la zancadilla y leyó en prensa la historia de Mohsen: un entrenador de futbol que ganó varios títulos en Siria antes de ser torturado por el régimen de Bashar al-Assad y tener que huir. Galán le ofreció trasladarse a España con un trabajo y un apartamento.

Mohsen llegó a Getafe con Zayd, entonces de 7 años y Mohammed, de 17 y quien llevaba un año esperando a su familia en Alemania. En Turquía se quedaron la esposa de Mohsen y dos hijos más, esperando la oportunidad de entrar a Europa. En el plan original, debían de haberlo seguido a las pocas semanas hasta España, pero surgieron las complicaciones burocráticas. “Yo les mando una parte de mi sueldo, y sé que están bien, en un piso que alquilan en Mersin, en el sur de Turquía, pero quiero que se resuelvan los problemas y vengan conmigo”, cuenta Mohsen en su inglés titubeante.

España se comprometió con la Unión Europea a acoger 17 mil refugiados de los que, por el momento, sólo recibió a 128. Mohsen lleva ocho meses esperando a su mujer: “Me dicen siempre que se va a arreglar, pero nunca termina de estarlo”.

Lejos de la guerra y empleado en un país con 20% de paro, todo el mundo espera que Mohsen esté siempre son- riendo, pero es raro que los refugiados sonrían largo rato: les faltan familiares, sus países siguen ardiendo e hilos invisibles los atan al peligro de que lo logrado se desvanezca en un segundo. En sus apariciones públicas, el entrenador fluctúa del agradecimiento a la frustración, aunque en general se declare “muy contento”: “Confío en que esto se arregle. En Getafe estoy muy bien, la gente es muy amable y mis hijos se van adaptando, sobre todo el pequeño, que ya habla español”.

Mohsen dice que el futbol es su vida y le debe mucho. Tanto Zayd, quien ya tiene 8 años, como Mohamed juegan. El mayor entrena con el equipo juvenil que prepara Mohsen en un barrio de Madrid mientras espera que le convaliden el título profesional de entrenador y aprende el idioma. “No vamos mal clasificados, pero llegué con la liga empezada. El nivel del futbol en España es increíble: desde el profesional a la preparación de los entrenadores”, cuenta.

“Somos del Real Madrid, y para mí el mejor entrenador del mundo es Mourinho”, dice. Eso explica que uno de los momentos más felices para sus hijos en estos meses fuera el de conocer a los jugadores del Real Madrid. Para el pequeño Zayd, saltar al campo de la mano de Cristiano Ronaldo fue un premio para terminar con años de bombas y huida. El siguiente llegará cuando pueda pasear con su madre por Getafe.

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