Estoy tentado a decir: en Rosetta uno podría hacer un menú completo únicamente de postres. No serían postres literalmente porque en una serie de, digamos, cuatro platos sólo uno puede ser postrero; otro tendría que estar al principio, ser una entrada o un ante (‘ante o antes’ dice el de Autoridades, 1726, son “los platos de frutas y otras cosas con que se comienza à servir la comída, ò cena”) y un par más en medio: platos fuertes. Así es la riqueza saltarina de la carta de postres de Rosetta.

La progresión podría ir así: primero, una ensalada de yerbas –acedera, yerbabuena, tal vez estragón– con aceite de oliva y helado de romero. Un postre litoral, como un brazo de mar salado que entra hacia la tierra y se convierte en agua dulce o un río en esa zona limítrofe en que está convirtiéndose en mar: postre linde. Los postres de Rosetta son desde hace mucho un área franqueada a la experimentación. (¿Recuerdan el helado de trufa? Yo no le entendí cuando salió. Ahora, aunque no lo pediría, extraño verlo en la carta.) Segundo postre: el mole rosa. Un momento: también hay un mole rosa en la carta de platos “salados”; ése lleva lechón y está basado en un caldo blanco; el mole rosa postrero se construye con yogurt, fresa y frambuesas; ambos, a veces, tienen jamaica. Tercero: el segundo de los ‘platos fuertes’, el postre antes del postre: mamey, espuma de piztle (o hueso de mamey, gracias, Wiki en español), migas de taxcalate: mamey sobre mamey sobre maíz. Es un postre maduro, no pueril; es serio, no juguetón (creo); dulce pero amargo; triplemente texturizado: las rebanadas de mamey suavísimas pero aún resistentes ceden a una espuma casi temblorosa que cede a una migajita apenas crujiente. Al final, el postre: madalena de lavanda –pura flor, puro colchón– con helado de earl grey –humo, aceite cítrico– y cremita de limón –puro juego ácido, puro decirle a la lengua y al cerebro: Vuelvan pronto.

Estoy tentado a decir eso pero no lo haré; sería más caprichoso y más arbitrario de lo que suele ser lo que aparece en esta página. (Que ya es decir.) Rosetta es un restaurante que se revisa constantemente y que exige una constante revisión. Vean este ejemplo. Hace tres años, más o menos, apareció en la carta una bruschetta copeteada con pérsimo, esa preciosa fruta como un tomatito amarillo pero dulce/astringente, pistaches y una ensaladita de hierba shiiso. En una cocina como la de Rosetta todo está luchando por transformarse. El paso del tiempo y de las estaciones, por ejemplo, reclama cambios: el pérsimo pasó a ser chicozapote, mamey, mango manila, tuna roja. La inconformidad de la chef, Elena Reygadas, reclama cambios: la bruschetta –el panecillo sobre el que se colocaban fruta y yerba– fue y vino, indecisa. El propio contexto del restaurante reclama cambios: el solitario shiiso atrajo gravitacionalmente a otras yerbas hasta convertirse en una ensalada –acedera, yerbabuena, shiiso, estragón: hola otra vez, viejas amigas–. El plato no es otro pero es casi irreconocible, como una antigua novia vista en un reflejo en una calle ajetreadísima después de todos estos años: higo, yerbas, pistaches, ricotta. Sé que eres tú, le dices, y te dices a ti mismo como Scottie se dice a sí mismo cuando cree reencontrar a Madeleine en Vértigo de Hitchcock: Y quiero que seas tú.

Los platos de Rosetta están hechos de signos en rotación. Un romescu a punto de ser adobo –pimiento morrón, chile ancho, cascabel, chipotle– hoy está en el fondo de un pollito rostizado, mañana es un acento de un pulpo con almendras; las pasas y frutos secos que ayer tildaban el pollo rostizado pasado mañana irán hidratadas en limón sobre un bacalao negro con alcaparras, piñones, endivias; el pulpo avanzará hacia una pasta negra; y la fiesta de la lluvia hará aparecer hongos por todos lados: en gnocchi o tal vez, como hace veinte meses, junto a codornices asadas o, como el martes pasado, en una ensalada con lechuguitas y tomillo limón y limón y apio que era un abanico pantone de grados de herbalidad y de verdor (no del color verde sino de la verdor aromático que existe en los vegetales jóvenes). Ningún plato parece estar libre de esa rotación, de esa ars combinatoria. Incluso de un ars combinatoria de ideas antes que de ingredientes. Mi absoluto favorito es el risotto con lengua de res. En primera instancia no parece nada nuevo en Rosetta, donde ha habido risottos y lenguas desde el principio del tiempo; pero he aquí que la yuxtaposición de ideas obra su hechicería: en el fondo ideológico del plato hay una birria –especias, yerbas, chiles– y esa birria, tratada como risotto, no desemboca en caldo sino en una salsa tersísima. La cocina de Rosetta es intelectual; no apela al sentimiento sino al proceso cognitivo del bocado; apela a la mente abierta, a la reflexión, a la vuelta de tuerca que sucede en el cerebro cuando reconoce estos movimientos o rotaciones.

A veces estoy tentado a no volver a escribir sobre Rosetta. Hace un par de años pasé varios meses anegado en sus aguas. Iba todo el tiempo; sin parar pensaba en él y en lo que estaba en su centro; escribía sobre él donde me dejaran. Un día, inocente pobre amigo, dije: Basta. Pero de un tiempo a esta parte el restaurante ha afilado sus dotes, su capacidad de abstracción; ha agrandado y refinado su sistema planetario de signos en rotación. Tenía que volver a hacerlo. Los dioses de la repetición me lo perdonen.

Rosetta. Colima 166, Roma; T. 5533 7804. Precios. La última vez que estuve ahí no pagué nada. Ni modo. Pero hagamos cálculos: una ensalada de hierbas e higos (113) + un risotto de lengua (252) + una madalena de lavanda (120) + tres copas de vino (163) + el quince de propina = 1120.10 pesos.

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