Daba inicio el siglo XX, en los albores de los festejos en honor al primer centenario de Independencia, Don Porfirio Díaz realizaba fastuosos banquetes para la clase política y privilegiada. Había constrastes: grandes celebraciones que daban cuenta del afrancesamiento en la cocina y, en las calles, el pueblo mexicano se sumía en la pobreza.

El 20 de noviembre de 1910 estalló la Revolución Mexicana. Fue un escenario de lucha que pasó por los bosques, las selvas, el desierto y las montañas mexicanas, paisajes que jugaron un papel fundamental dentro de la gastronomía de cada región.

Como en toda guerra, este periodo estuvo marcado por la escasez de los alimentos y, además del fuego cruzado de las querellas armadas, las rancherías, pueblos y ciudades sufrían saqueos y asaltos por parte de las fuerzas revolucionarias. Cuenta Paco Ignacio Taibo I, en Encuentro de dos fogones,que la Revolución fue una guerra de hambrientos y que las soldaderas jugaron un papel
fundamental en la lucha, echando las tortillas al fuego, cociendo frijoles y ofreciendo a los combatientes un momento de tranquilidad y seguridad. Si corrían con la suerte de toparse con algun animal perdido, comían carne de perros o gatos. Además, el bandalismo era el pan de todos los días: los sirvientes de patrones adinerados que eran envíados a las rancherías para adquirir alimentos, eran asaltados en el trayecto.
Para 1915, el maíz escaseó tanto que únicamente se podía conseguir a cambio de trueques; y las fondas y las tiendas abarroteras cerraron por falta de suministros.
Sin embargo, de acuerdo a una hipótesis realizada por el Centro de Investigación de Alimentación y Desarrollo, existieron regiones estratégicas que, debido a su localización geográfica, lograron mantenerse fuera de combate. Estas comunidades subsistieron y abastecieron a otros poblados gracias a sus conocimientos de cocina ancestral.

En los estados de Sinaloa, Sonora y Baja California, de sostuvieron a base de carne seca y mariscos; por otro lado, con la de la siembra del trigo preservaron una gran variedad de caldos, gorditas y atoles. A este apartado de antojos, estos pueblos se mantuvieron alejados de la hambruna gracias a la recolección de verdolagas, quelites y chile chiltepín.
Los estados del centro, gracias a su geografía lacustre, adaptaron su dieta con jumiles, ranas, ajolotes y charales que, en conjunto con la flora de la región, formaron un mestizaje gastronómico. Por su parte, el pulque mantuvo su papel relevante en los alimentos de las clases bajas. Al final, la Revolución no fue hecha solo con armas, “sino con maíz y frijol,” explica Taibo.

La revolución de la comida
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