Yo diría: deliberado. Yo diría: no aleatorio, no al azar. Yo diría: pensado como un camino que te lleva por paisajes que han sido decididos de antemano y que importa que conozcas en este orden precisamente y no en otro, porque cualquier otro orden implicaría un desconcierto, una extrañeza. O mejor: yo diría que el menú omakase de Kyo está pensado en movimientos como una pieza musical está pensada en movimientos. Yo diría que esos movimientos están unidos por motivos, recurrencias, excursiones y, a veces, disonancias. Yo diría que hay que tratar de llevar ese símil hasta donde sea posible. A ver.

El menú comienza con una intro brevísima. Puede ser un allegro: una ensalada verde con la chispa y el juego del jengibre, que ya anuncia uno de los grandes temas de todo el menú: el umami de la soya. O puede ser un andante: tres bocados diferentes en un plato, que fuerzan a un paso ligeramente más lento. Una vez me tocó un bocado de huachinango asado que tenía soya y, encima, una hojita de perejil: la hojita lanzaba un relámpago herbal que duraba un segundo. Otra vez me tocó un cubito de gelatina que envolvía un trozo de okra; la gelatina era de pescado y anticipaba otra forma de umami que aparecería constantemente en el menú.

Yo dividiría el segundo movimiento de este menú en tres tiempos. Primero, un adagio de pescado en sashimi sobre una hoja de shiiso y ésta sobre una cama de rábano y nabo cortados en tiritas finísimas (claro: el corte tiene un nombre japonés pero no voy a fingir que me lo sé); a un lado, wasabi recién rallado y un recipiente con soya. La última vez que estuve ahí, de derecha a izquierda: lenguado traído del Japón, aleta azul traído de Ensenada y king salmon traído de Nueva Zelanda. (No quiero ni pensar en la huella de carbono que Kyo va dejando por el mundo.) A mí me gusta envolver el último bocado en la hoja de shiiso, ponerle rábano encima y mojarlo con tantita soya porque #TACOS, y también para acelerar el paso con texturas y acercarlo a la velocidad del siguiente tiempo.

(Hablando de tacos: no alcanzo a ver ninguna diferencia esencial entre el señor Domingo, de la taquería La Hortaliza –que apareció aquí la semana pasada–, y Aoki Yoshimasa, Aoki-san, el maestro detrás de la barra de Kyo. Ambos han perfeccionado su oficio lentamente, a base de repetición y rutina; ambos han tratado los años con paciencia, con resistencia; ambos inspiran un respeto silencioso. Ver a Aoki-san golpear sus moluscos contra la tabla de cortar equivale a ver al señor Domingo voltear sus tortillas con esa impalpable mezcla de deseo y violencia. En otro mundo, menos devastado por los terribles vaivenes del dinero, serían grandes amigos. En ese mundo, como en éste, ninguno de los dos sabría mi nombre.)

El siguiente tiempo es un vivace de nigiri: pequeños montículos de arroz aderezados con wasabi y cubiertos con cortes de pescados o mariscos. Todo va sucediendo más rápido y con más fuerza. Crece la presencia de la soya –o de una mezcla de soya, sake y mirin pincelada por los chefs sobre el pescado–, las texturas se vuelven más complejas, los sabores más fishy. Este segundo tempo puede ir del nigiri de toro de aleta azul, cuya textura cede completamente al ataque de los dientes y al de la lengua contra el paladar, al de la engawa de lenguado, un corte que (me explican como quien le explica a un niño) viene de una zona entre la aleta y el filete: esta se resiste, fuerza a usar los molares, hay una presión extra y de pronto, clic, cede, como quien rompe un palito muy frágil; o puede ir del nigiri de camarón, que es pura delicadeza, al de sayori, una sardina japonesa brutalmente plateada cuya delicadeza es más tirante: su pescitud –su ser pez– es más visible o más frontal; los chefs le han puesto en la punta un poquito de jengibre y cebollín: explosión. La cabeza de calamar a la que le han rallado un poquito de yuzu es un volantazo o una disonancia en esa sucesión: cítricos, resistencia, compresión. (“¿A dónde me llevan? –grité la otra vez–. ¡No me dejen bajar nunca!”) Entonces, el clímax. No es un presto o un prestissimo; es más bien un grave: baja la velocidad pero exacerba la expresión. Son gunkanmaki o montoncitos de arroz envueltos en alga delicadísimamente tostada y copeteados: de erizo (una vez me tocaron dos: uno de Santa Bárbara y uno de Japón para que comparara los matices de sus sabores), de hueva de salmón, de sesitos de langosta. Después de esto sólo se puede ir en descenso, en una desaceleración que termine en cero.

Estamos en el último movimiento del menú: otro andante. Aquí puede venir un rollo de toro con pepino, por ejemplo, o una sopa. Una vez me tocó una sopa de pescado que era un replanteamiento o una reimaginación del cubito de gelatina que me había tocado al mero principio de la comida. Era claro que detrás de este omakase había un compositor y que ese compositor estaba pensando en todos los detalles de la comida: en tejerlos hacia adentro o hacia el fondo, en disponerlos a través del tiempo para ser explorados por la emoción o la memoria. No sé si estaba pensando en música; es probable que estuviera pensando en un paisaje.

Kyo. Havre 77, Juárez; T 5511 8027

Precios.  La primera vez que fui pedí un omakase del chef, dos copas de vino y un agua mineral. Pagué 2006.75 pesos, ya con el 15 de propina. La última vez que fui no sólo no pagué nada: me invitó el restaurante. Tengan esto: es mi ética profesional. Hagan lo que quieran con ella. Me da lo mismo. Yo por mí prostituiría este cuerpo decadente si eso significara seguir comiendo en Kyo. Lo haría. Lo haré.

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