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Una masacre en Minatitlán, cometida con una crueldad horrible, nos hIzo olvidar que apenas unas horas antes habían sido descubiertas 36 nuevas fosas clandestinas en el Puerto de Veracruz que, a su vez, seguían al hallazgo de otras 343 acumuladas antes, solamente en Veracruz. No se cuenta Tamaulipas, Guerrero, Michoacán, Jalisco, Morelos, la Ciudad de México o cualquier otra parte del país.
Mientras tanto, los representantes del Estado mexicano gritan. En Veracruz, por ejemplo, hay una disputa entre el Gobernador y el Fiscal de la entidad, porque responden a intereses políticos distintos. Y el día de hoy, seguramente, el presidente hablará otra vez de los conservadores y de los neoliberales desde el Puerto para justificar por enésima ocasión su estrategia militar y la entrega masiva de dinero público. Una vez más, los muertos y los desaparecidos serán sepultados por las palas de tierra plagadas de palabras. El pleito principal de la semana previa fue emblemático: lo fundamental no era la impotencia del Estado sino la macabra aritmética de la desgracia. Vamos ganando, dice el presidente, porque sus colaboradores le reportan unos cuantos muertos menos que antes.
Sin embargo, buena parte del territorio mexicano está controlado por la delincuencia organizada. ¿Cuánto? Nadie lo sabe a ciencia cierta, porque ese control sucede a veces de manera explícita y muchas otras a través de los gobiernos de los estados y los municipios que cada vez están más infiltrados y más sometidos a los poderes fácticos. Se nos olvida que, si Andrés Manuel López Obrador no hubiese ganado las elecciones del 2018 como las ganó, las recordaríamos todavía como las más violentas de la historia reciente del país.
El Estado mexicano gobierna, en el mejor de los casos, una parte del país y para una parte de los ciudadanos. El resto se gobierna con otras leyes, otras autoridades y otras prácticas que no pasan ni por asomo por las oficinas de quienes dicen dirigir la Patria. No sólo escapan de sus manos territorios completos cuyas leyes son impuestas por los más violentos, sino que tampoco controlan el resto de los asuntos públicos fundamentales.
La economía informal domina la mayor parte del trabajo en México: seis de cada diez personas se ocupan en actividades que no pasan por los ojos del Estado, en actividades que no pagan impuestos y que escapan de cualquier mirada gubernamental. Para ellos, da igual que se aumenten los impuestos a la renta, porque de todos modos no contribuirán. Los principales empleos del país –según datos del INEGI—son todos informales y se realizan en empresas y con transacciones que tampoco existen oficialmente. El Estado es incapaz de gobernarlas porque, además, sería incapaz de devolverles en servicios dignos sus contribuciones. De modo que la mayoría se arregla como puede.
Y lo mismo ocurre, entre otras muchas cosas, con el sistema de justicia. ¿Es necesario repetir los datos? Más del 90 por ciento de los crímenes que se cometen en el país —ponga usted las unidades— quedan completamente impunes. Por eso es tan infrecuente la denuncia: porque para la gran mayoría de las personas la única conciencia compartida es evitar cualquier intervención de las autoridades del Estado, pues si se meten sale peor.
¿Qué clase de Estado es este, que no logra hacer valer sus leyes, ni regular su economía, ni proteger a sus trabajadores, ni impartir justicia para todos los ciudadanos en todo el territorio? Ya sé: es el que nos dejaron los conservadores y los neoliberales. Pero más allá de ese diagnóstico político, ¿no es este el mayor desafío que enfrenta el gobierno federal? ¿Qué más tiene que pasar para que entendamos que la función principal de los políticos es recuperar al Estado mexicano y no terminar de hundirlo mientras se disputan los despojos? Tengamos presente que las fiestas también acaban en tragedias.
Investigador del CIDE