El mérito es una palabra hermosa pero desafiante. El diccionario la define como la “acción o conducta que hace a una persona digna de premio o alabanza” y también como el derecho a obtener un reconocimiento. Pero no nos dice quién establece los parámetros para medir esas conductas ni quién otorga el premio o el reconocimiento. El mérito es una medida de comparación y un método de selección.

Hay que tener méritos para ascender en una jerarquía. Asumimos que un general ha acumulado más méritos que un coronel; que el doctor obtuvo el grado porque demostró tener más méritos que un licenciado; que un nivel III del sistema nacional de investigadores se distingue, por sus méritos, de un nivel I. Los méritos son siempre selectivos y son, a la vez, un medio de autoridad para quienes los conceden. ¿Pero cuáles son los méritos que debe acumular una persona para ocupar una posición de autoridad en el gobierno? ¿Cómo y quién ha de calificarlos y evaluarlos? Sería deseable que cualquier persona que aspire a ocupar un puesto público en el gobierno de López Obrador posea, al menos, una trayectoria de integridad indiscutible, conocimientos probados sobre el área que estará bajo su responsabilidad y un compromiso sincero con la agenda del próximo gobierno.

México no ha logrado consolidar sistemas de carrera para integrar sus administraciones públicas, entre otras razones, por la ausencia de criterios suficientes para calificar el mérito desde un principio. El mayor intento se hizo en el año 2003, pero no prosperó. En vez de ayudar a la eficacia del gobierno la entorpeció, pues las oficinas públicas no lograron definir con claridad los méritos que una persona debía tener para acceder a cada puesto. Así que se inventaron sobre la marcha y se estandarizaron, tomando prestadas cualidades y competencias gerenciales de la administración privada. El resultado fue un pastiche de funcionarios que acreditaban méritos para ser buenos gerentes de un centro comercial, pero que desconocían las peculiaridades propias del cargo público que ocuparían.

Vamos ahora a un nuevo ciclo que se enfrentará, inexorablemente, a ese dilema: la preferencia por los méritos políticos por encima de los profesionales (aun con la esperanza de combinar ambos), o la apuesta por buscar a los mejores entre la sociedad en su conjunto, mediante un proceso de selección que premie por igual el conocimiento técnico probado, la integridad ética y la identidad política. No sólo esta última ni únicamente la pertenencia al grupo ganador, sino la acreditación honesta de las competencias suficientes para ocupar un puesto.  Dudo que esta segunda opción prospere. Por el contrario, la lógica que se ha venido imponiendo en las primeras semanas de acción del próximo gobierno ratifica la que tuvo el anterior y el anterior: ni Calderón ni Peña Nieto se comprometieron seriamente con la puesta en marcha de un nuevo sistema de selección de cargos públicos por méritos adicionales a la cercanía y la lealtad. Y todo indica que tampoco lo hará López Obrador. En esto, el nuevo gobierno no se está distinguiendo de sus antecesores: todo indica que los puestos no se designarán sino entre los militantes más cercanos y sus redes de amistad.  La reflexión da para mucho más, pero no el espacio disponible. Añado solamente una idea: mientras no se entienda que la administración pública no es el botín del voto sino el lugar desde el que se gestionan los asuntos que nos atañen colectivamente, ese reparto de espacios de poder a los amigos y correligionarios no cambiará un ápice. Es una pena, pues de ser así, se habrá perdido otra oportunidad para garantizar el ejercicio democrático de la autoridad, más allá de los vaivenes sexenales y de la interminable batalla por las urnas, los puestos y los presupuestos.

Investigador del CIDE

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