Para el padre Loren Riebe,
al que echamos tanto en falta.

Entre nosotros, un mezcal del bueno. En Oaxaca se acercaba la noche. Con calma y sencillez, el profesor Silvino Villarreal me dijo: maestro, creo que uno de los asuntos que más importa atender para lograr una transformación educativa a fondo es hacernos cargo que necesitamos deshacernos de la “ortopedia didáctica”. ¿Qué es eso, profe? Mire: llega un profesor, digamos de tercero, y entra a su salón. Va a su escritorio, acomoda sus libros y saca la guía escolar: sabe que toca el tema del uso del infinitivo. Indica a los alumnos que abran su guía escolar en la misma página que tiene a la vista, la 22. En ella se establece que intercambien sus tareas con el compañero de al lado, y el maestro así lo dispone. Luego, de acuerdo con lo previsto y programado, les dice que vayan al libro en la parte en que se explica cómo ha de emplearse el infinitivo en el caso de los reglamentos. Cuando ya todos lo han abierto, organiza —como se estipula en el instructivo— una sesión de lectura en voz alta. ¿Se da cuenta? El docente utiliza los libros de texto y las guías como verdaderos instrumentos ortopédicos sin los cuales no se puede mover pedagógicamente en su aula.

Nunca lo había visto así. La imagen de una persona repleta de prótesis me impresionó: varillas, fierros, tornillos, muletas, andadoras o bastones. Transita en “la clase”, es cierto, pero sin agilidad. Silvino hizo una pregunta: ¿por qué —y cuándo— el docente quedó incapacitado pedagógicamente para construir conocimientos con los estudiantes?

A su juicio, desde la formación inicial no lo consideraron un profesional en ciernes, sino como futuro reproductor de técnicas provenientes de manuales. Luego, en la formación continua cuando ya está en servicio, le siguen obligando a tomar cursos en línea, o presenciales, que fortalecen su papel previsto: quien instrumenta, en el aula, lo que otros pensaron que era correcto y la forma de hacerlo. Este sistema genera un tipo de consumo que nos consume como profesionales: son aspirinas formativas para ejecutar los planes y programas que, lejos, muy lejos, han producido expertos infalibles —¿habrán estado un día, al menos uno, en un aula? —junto con libros de texto, guías de docentes y, no me lo va a creer, hasta cursos para dar en la “autonomía curricular”.

Concebir al docente como un técnico, garantiza a los administradores de la escolaridad el control del trabajador, al establecer parámetros de lo que se quiere observar cuando los profesores demuestran en un examen la aplicación de los conocimientos y técnicas enseñadas. Es decir, arrebatada la imaginación y la creatividad, se puede dar rienda suelta a la examinación de rutinas: ¿camina usando las muletas bien? ¿Nunca se quita los soportes que suplen a sus piernas, y sabe recargarse en las del Ogro Pedagógico Omnipotente? Perfecto: es usted un profesor o una maestra destacada.

El profesor necesita recuperar la dignidad docente de un profesional con capacidad conceptual, autonomía y creatividad para proponer alternativas a su trabajo pedagógico. Al seguir rutinas, nada más, enseña a sus alumnos que la rutina es lo que paga: es eso lo que celebra un sistema que aborrece la libertad que lleva a preguntar, y festeja sin medida la repetición perfecta del eco de su voz, a través de rellenar el ovalito de la opción correcta. Rutinas que se vuelven ru(t)inas.

Silvino, ¿y no se habrán atrofiado las piernas de tanto andar sostenidos por férulas para caminar “como se debe”? Sí. Por eso urge que este asunto lo tratemos. ¿Por qué no lo escribes en un artículo? Lo hizo: pueden encontrar su reflexión completa, buscando su nombre, en educaciónfutura.org. Ojalá esto se trate en los Foros de consulta.

Oscureció. Yo invito el mezcal. Serán los que siguen, sonrió: este ya está pagado. ¡Salud!


Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton

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