En mi colaboración anterior sostuve que los malos resultados del PAN en las recientes elecciones tienen causas remotas, entre otras la manera como se internalizó la derrota de 2012. Lo escribí en un libro y lo expongo en foros públicos: el PAN convirtió aquel tropiezo en una tragedia institucional.

Debemos tenerlo presente para no repetir tan malhadada experiencia; esta vez, dado el resurgimiento de un sistema de partido hegemónico, pudiera significar la liquidación de Acción Nacional.

Hace seis años no hicimos autocrítica constructiva, ni esfuerzo de resiliencia grupal y organizacional; Tampoco un replanteamiento estratégico comprehensivo: los dirigentes nos perdimos en una confusa proliferación de diagnósticos y análisis: unos con recta intención, otros con propósitos facciosos; ninguno sirvió para corregir los errores.

La verdadera debacle consistió en que los esfuerzos intelectuales de militantes sinceramente preocupados por la suerte y el futuro de la institución fueron ignorados y atropellados por una desordenada disputa por el control del partido.

Se instaló entonces una feroz lucha entre grupos de interés; en todo ello subyacía el apetito por gozar de la interlocución con los empoderados atlacomulcos, los que ni tardos ni perezosos, diestros en el arte de la corrupción, encontraron campo fértil para dividir al partido y a sus grupos parlamentarios, fichar agentes para empujar sus intereses.

Comenzaron entonces las guerrillas internas, la indisciplina y rebeldía de los parlamentarios, las agendas bifurcadas, atentas a los generosos rendimientos del Ramo 23 del PEF. Surgieron las coordinaciones paralelas, principados estatales —etapa superior del feudoralismo interno— demandantes de privilegios como grandes electores y supuestos poseedores de una hipoteca sobre la estrategia nacional del partido.

En esta dinámica, ajena a la vida y la tradición democrática del PAN, en sus órganos de deliberación y gobierno se naturalizó la lógica del bloque, murió el debate en “camaradería castrense” por el planchazo en las votaciones, la marginación de los no alineados.

Cierto, el PAN es el mejor librado en la erupción de rechazo popular a la partidocracia del 1 de julio, que liquidó al régimen de equilibrios pluripartidista surgido de la transición democrática. Pero su caída permanente de votos es un llamado de los ciudadanos para enderezar el rumbo. Tal vez sea la última oportunidad que nos conceden.

La reedición del viejo sistema —el paleopriísmo morenista triunfante— al que nos encaminamos, está apenas en fase germinal; es inútil especular ahora sobre el tiempo en el que llegará a su plenitud para luego comenzar su decadencia. Su ciclo de vida dependerá de múltiples factores internos y externos por ahora fuera de nuestra observación. El PAN, en esta difícil etapa histórica, debe ser un referente democrático, baluarte de libertades y fermento de ciudadanía, por ello no debe repetir el error de hace seis años y tomar medidas extremas de renovación.

Debemos procesar la derrota en forma diferente. Lo primero debe ser un método expedito de diálogo para generar consensos internos y diseñar una ruta para definir el ser y quehacer de Acción Nacional en este nuevo capítulo político del país. La simple elección de dirigentes no resolverá nada si no forma parte de ese ejercicio de repensar y relanzar al PAN.

Posdata: el libro al que me refiero es Acción Nacional ayer y hoy. Una esencia en busca de futuro, Grijalbo, 2014.

Ex presidente nacional del PAN.
@ L_ FBravoMena

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