La llamada liturgia priísta ha reencontrado, en estos días, un protagonismo que hace muchos años no tenía. En las dos elecciones anteriores (2006 y 2012) el candidato del PRI había prefigurado su trayectoria con formas propias de un partido normal en una democracia, es decir, perfilando liderazgos y eligiendo a los que estaban en las posiciones más destacadas. Fue el caso, en 2006, de la fallida candidatura de Roberto Madrazo, quien había conseguido en la elección anterior ubicarse como el retador de Francisco Labastida y arrancar el sexenio en posición de ventaja. En el 2012, Peña Nieto tuvo una especie de proclamación previa, respaldada en una superioridad numérica incontrastable. Por estas mismas fechas, de hace exactamente seis años, la revelación de quién sería el abanderado del PRI no causó sorpresa a nadie, pues era, con amplitud, el mejor situado. En esta oportunidad, la diferencia es que no hay ni un solo aspirante serio en la estructura territorial y los cinco precandidatos están todos en el gabinete y no hay uno que tenga una clara ventaja. Todos tienen algo positivo y todos tienen también debilidades y eso alimenta el juego (confieso que a mi me divierte) de las señales sibilinas.

Por divertido que esto pueda resultar para columnistas y analistas (y por supuesto para el Presidente que parecía encantado con el tema) hoy las cosas son diferentes. Con una convocatoria de por medio, una fanfarria desde Cancillería y un llamado presidencial a no despistarse, las especulaciones se han disparado para deleite de algunos que sienten nostalgia por los años 90 y para fastidio de otros que se preguntan si un juego cortesano de señales cruzadas y mensajes cifrados tiene sentido en un México en el que las elecciones son francamente competidas y por consiguiente (por más que se juegue a las sombras chinescas), el Presidente tendrá que elegir a un candidato que sea competitivo. Y cuando digo competitivo lo digo en serio, por qué en todos los careos, López Obrador aparece en primer lugar, cualquiera que sea el candidato priísta. Cuando se mide intención de voto por partido, el Revolucionario Institucional se va (según la encuesta de Buendía y Laredo publicada el jueves en este diario) ¡al tercer lugar! Estamos hablando de un 25% de intención de voto para Morena, que algo tiene de impresionante por ser su primera elección presidencial y el tricolor se sitúa en el 16% de intención con un 58% de opiniones negativas. Nada que la liturgia pueda pasar por alto. Si consideramos, además, que el 55% de los encuestados se declara independiente, el PRI arranca una posición muy poco cómoda. Y si consideramos que entre los jóvenes se ha ganado un amplio descrédito (recordamos que 13 millones de electores votarán por primera vez) la perspectiva es más bien complicada, a menos que lancen un candidato que seduzca a la juventud. ¿Quién? De hecho, según la misma encuesta el 66% nunca votaría por el PRI o alguna de sus variantes, incluido el muy impopular partido Encuentro Social que ha hecho de la demagogia su mensaje más constante.

La liturgia, pues, puede estar a todo lo que da, pero el barómetro nacional indica pesimismo respecto al partido gobernante. El 52% opina que el peor escenario para el país es que ganara el PRI nuevamente. Ojo, esta cifra es demoledora si se compara con el 31% que considera un triunfo de AMLO el peor escenario. ¡Estamos hablando de 20 puntos de diferencia! En consecuencia, me parece que el razonamiento presidencial no podrá apartarse demasiado de una lógica profundamente restrictiva y es que el candidato del PRI y sus satélites pueda ser suficientemente creíble para un sector importante de los independientes. Naturalmente, no puede ser un candidato demasiado cercano al presidente o que no tenga, en cualquier caso, la posibilidad de hacer una negación plausible de sus vínculos con este gobierno y al mismo tiempo, pueda acreditar que puede administrar el país en tiempos de turbulencia externa -que supongo se acentuará si finalmente se desbarata el TLCAN- y un proyecto creíble de restauración de la agenda de seguridad y estado de derecho.

Antes de irse, Agustín Carstens reiteró que este país no crecía más, a pesar de las reformas, autonomía del Banco Central, sistema financiero, porque no habíamos hecho la tarea en materia de estado de derecho y seguridad. Supongo que no lo dijo para bulear ni molestar a nadie, lo dijo porque, al igual que todos los observadores imparciales de la realidad del país, se percata de que esta administración optó por el pensamiento mágico en materia de seguridad, es decir, que las cosas acabarían arreglándose solas… bastaba con que el Presidente no hablara de ellas. Creyeron que era un problema de comunicación y a pesar de todo el empeño por minimizar esa agenda, la realidad ha alcanzado al Presidente. Hoy los muertos de Calderón son los muertos de Peña Nieto.

El elegido tendrá entonces que trabajar con una hipótesis que hasta la fecha no se habían atrevido a reconocer, porque suponían que un sector amplio del país seguía pensando que lo peor que le puede ocurrir a México es que gane Andrés Manuel. Pues no, hoy la hipótesis más oscura para más de la mitad de los mexicanos es que el PRI siguiera en el poder. Cambiar esta percepción requiere algo más que liturgias del siglo pasado o creer que todo México funciona como el Estado homónimo.


Analista político.
@leonardocurzio

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