Estudiantes a escena. Con el encuentro del lunes del presidente electo y el rector de la UNAM tomó cauce en la agenda pública la crisis generada por la violenta agresión de porros a un grupo de manifestantes en Ciudad Universitaria. Pero en el subsuelo siguieron vivas las pulsiones por prolongar los paros mediante la tiranía de las minorías asamblearias. Por eso me resulta forzada la especulación de que ataque, más inquietud estudiantil, más el emocionante encuentro de decenas de miles de jóvenes reunidos contra la violencia, más paros interminables de actividades se inscriban en el clima del cincuentenario del Movimiento del 68. Además, la gran mayoría de jóvenes desconoce aquellos episodios de liberación y alegría, indignación y tristeza de hace 50 años.

Si sirve de consuelo, la mayor parte de los estadounidenses ignora —desde hace decenios— el trauma de Watergate, de los primeros años 70, como lo ha analizado el reconocido sociólogo de la comunicación Michael Schudson. Claro. La prensa de aquel país ha refrescado aquellos hechos a raíz de lo expuesto que ha quedado Trump a una eventual interrupción de su mandato, como ocurrió con Nixon en 1974. Y seguro en México también hay jóvenes no sólo conocedores sino imbuídos de la épica de las movilizaciones de aquel verano de nuestro descontento, como lo llamó Carlos Fuentes. Incluso puede haber chavos dispuestos al sacrificio en el paradigma trágico de Tlatelolco 2 de octubre.

Pero entre tanta especulación, a falta de certezas, me quedo con la conjetura que ubica la entrada a escena de los estudiantes en el marco de la actual temporada de lenta, atípica transferencia gradual del poder político, que al menos hasta hoy, en el discurso, ha resultado “tersa”, como se ha dado en llamarla probablemente bajo el influjo de algún pasaje de Agustín Lara. Pero más allá de los discursos respetuosos, conciliatorios, también hay zonas nada tersas y sí tensas o susceptibles de ser tensadas por actores proclives a llenar con hechos consumados los vacíos propios de las transiciones sexenales. Por ejemplo, los actores que permanecen ocultos detrás de la provocación porril.

Normalidad alterada. Hay aquí una advertencia sobre la nada improbable pretensión de repetir hechos como éstos, o sus equivalentes en otros espacios, cuyos promotores apuestan a convertir en suspensión de las funciones del Estado, la explicable alteración de la normalidad política y administrativa que se presenta en los periodos —aquí muy prolongados— en que conviven un poder ya elegido y un poder en su fase terminal. En estos periodos surgen naturalmente confusiones e incertidumbres, mayores, por supuesto, cuando la trasmisión del mando va más allá de la alternancia propia de las democracias establecidas y se anticipa como un ‘cambio de época’ portador de nuevo sistema y nuevos estilos, correlaciones de intereses y paradigmas.

Potencialidad conflictiva. Pero contra lo que se pudiera pensar, los ajustes y desajustes nacidos de estos trances no surgen necesariamente ni siempre entre el equipo saliente y el entrante. Tensiones y rupturas suelen ser más frecuentes —y más traumáticas— al interior del partido o grupo triunfador y del equipo que llega al poder. Éstas se vuelven crónicas cuando, como ocurre en nuestro caso, anidan diferencias tan marcadas de idearios y proyectos entre quienes acompañan al ganador y se asumen, cada quien por su lado, tan ganadores como el que más, y por tanto titulares, unos sobre otros, de derechos preferenciales a la hora de la disputa que suele darse entre los subalternos por interpretar con mayor fidelidad el sentido de los mensajes del puente de mando. El problema se complica en las circunstancias actuales, con mensajes como los del próximo presidente, con amplios tramos de indefinición, desconocimiento o potencialidad conflictiva, que, entre otros, tienen efectos de discordia en sus propias filas, que se podrían estar reproduciendo en sus zonas de influencia, como las universidades.


Director general del FCE

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