“Lo único que no debe tolerarse es la intolerancia”, se ha dicho por muchos y de diversas formas.

La intolerancia a las ideas, convicciones y creencias de los demás es propia de los fanatismos de todo tipo, ya sean religiosos, políticos o ideológicos. Esa intolerancia provoca confrontaciones en el seno de las sociedades y lleva a masacres como recientemente sucedió en Sri Lanka, por odios y fanatismos contra las minorías.

La intolerancia gubernamental, llevada al grado de fanatismo, es lo que mantiene confrontada a Venezuela, partida a la mitad, entre “los chavistas” y las oposiciones, al borde de una guerra civil. Ese mismo tipo de intolerancia protagonizada y alentada por y desde el gobierno tiene a México en una situación de polarización, de creciente confrontación entre el presidente y todos los sectores de la sociedad que no comparten sus decisiones, sus acciones.

Para AMLO y sus fieles (fanáticos) seguidores, todos los que expresan una opinión diferente o crítica a su gobierno son conservadores, hipócritas, defensores de la corrupción y forman parte de “la mafia del poder”, no importa que sean periodistas o empresarios de los medios o de cualquier otro sector productivo, de la sociedad civil, de los órganos autónomos (CNDH, INE, INAI, CRE, Banxico) o de los poderes Legislativo y Judicial.

Si no comparten y critican sus decisiones anunciadas en las “mañaneras” o en algún “memorándum” (como el de la reforma educativa), o peor aún si lo llaman a rectificar o lo combaten por vías legales, es porque son “conservadores”. Quienes lo apoyan son “el pueblo bueno”; los demás son “el pueblo malo” y con ellos no dialoga.

A 5 meses de su administración sigue culpando a los anteriores gobiernos de los problemas sin resolver y sostiene que el país ya es otro, que “vamos bien”, aunque se le demuestre que hoy hay más violencia, menos empleo, más corrupción y peor administración. “Yo tengo otros datos”, contesta.

Es un presidente en campaña permanente, malgobernando, violando leyes y la Constitución como cualquier autócrata; satanizando y juzgando desde su púlpito de Palacio; consolidando un escenario de intolerancia y creciente confrontación. Asume que “el poder no se comparte con nadie, o no es poder”. Esta intolerancia y el fanatismo político que alienta como discurso para justificar sus profundas convicciones dictatoriales, son la esencia de su gobierno. No algo pasajero o producto de “ocurrencias”, sino el “zeitgeist” del régimen, como diría Pablo Majluf. “Ni un paso atrás”, ha dicho.

Es muy peligroso lo que está en curso porque es el caldo de cultivo para que surjan o se consoliden tendencias y movimientos fundamentalistas dispuestos a todo para defender su 4T, el dogma del caudillo. Se dice que son odiosas las comparaciones, pero así empezó Hugo Chávez desde su arribo al poder en 1999. Así sigue hoy Maduro.

Por eso no hay que quedarse callados ni quietos. Tienen razón quienes están convocando a manifestaciones el 5 de mayo en contra del gobierno y en defensa del Estado de derecho y por la seguridad. Las fuerzas democráticas y progresistas están obligadas a contribuir para frenar al autócrata. Por eso saludo el llamado del PRD para construir un instrumento político superior al servicio de la sociedad, que esté a la altura de los nuevos retos, porque se requiere de una izquierda democrática moderna que se renueve a sus 30 años de existencia y a la que AMLO ha querido aniquilar y desaparecer.

No olvidemos que la tolerancia es consustancial a la democracia, uno de sus pilares fundamentales. Como dice Fernando Savater (Voltaire contra los fanáticos): “el fanático no es quien tiene una creencia (sino) quien está convencido de que su deber es obligar a los otros a creer en lo que él cree o a comportarse como si creyeran en ello”. Por eso, apunta Savater actualizando a Voltaire: “lo único a lo que tenemos que tener auténtica fobia razonada y democrática es al fanatismo, de la raíz teocrática o ideológica que fuera”.

Exdiputado federal

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