La “Cuarta Transformación” es el eje rector del gobierno de López Obrador con la pretensión de erigirse como la continuación histórica, lineal, de la lucha independentista de Hidalgo y Morelos, de Juárez en la Reforma, de Madero en la Revolución Mexicana y ahora personificada en el propio AMLO. Él concentra —según esa lectura— el devenir natural de nuestra historia libertaria y justiciera.

El hecho de que AMLO hable de “transformación” y no de “república” (que fue el concepto que los líderes de las luchas anteriores buscaron plasmar en las constituciones de sus respectivos tiempos) no es casual. Tampoco lo es que el lema de esta administración no sea “Gobierno de la República”, sino “Gobierno de México”.

No es un asunto de términos o de “mera forma”, sino uno en el cual “la forma es fondo”. Porque una república democrática tiene contenidos esenciales que hoy son cuestionados por el actual régimen.

¿De dónde y por qué surgió el concepto de división de poderes y de controles y contrapesos institucionales que hoy se nos hacen aparecer como obstáculos para este gobierno? Nos viene directamente de la tradición inglesa y francesa para controlar el excesivo poder del monarca.

Para ser precisos, Aristóteles fue el primero que expuso la pertinencia de que las tareas legislativas, administrativas y judiciales estuviesen a cargo de diferentes instancias del Estado. Luego Polibio planteó que el gobierno debía regirse por un sistema de “pesos y contrapesos” que facilitara los mutuos controles entre poderes.

De Locke y Montesquieu se desprende el constitucionalismo anglosajón, francés y norteamericano, fuentes a su vez del mexicano, para quienes la prioridad es limitar al poder (Locke) y que los poderes se atemperen entre sí: la concentración de poderes atenta contra la libertad del individuo (Montesquieu).

En México, con múltiples antecedentes históricos, la división de poderes se consagra en el artículo 49 constitucional. Aunado a ello, una larga lucha en el México contemporáneo llevó a la conquista de una democracia con un sistema político más abierto, una democracia liberal hacia finales del siglo XX, marco en el cual se inició un proceso de división real de poderes y nacieron los órganos autónomos (entre ellos el Banco de México y el INE), como tales, y como instrumentos constitucionales para limitar y controlar el manejo político y discrecional del presidente sobre el conjunto del Estado mexicano.

Según Sartori, una democracia liberal, para serlo de verdad, requiere ser representativa, con elecciones periódicas y libres, que todos los representantes electos estén sujetos a un Estado de Derecho, con división de poderes, respeto a los derechos y libertades, inclusión de las minorías y pluralismo, tolerancia, una opinión pública fuerte (libertad informativa), transparencia gubernamental y real rendición de cuentas. Además —diría Fernández Santillán— “una república democrática se distingue por ser un régimen cuya legitimidad no brota de la voluntad divina sino de los ciudadanos, donde no impera la disposición arbitraria de una persona sino la ley, en el que hay separación de poderes”.

Pues bien: todos estos preceptos, propios de una república democrática construida durante décadas de muchos esfuerzos de partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil, de luchas sociales diversas y de múltiples personalidades, hoy están siendo amenazados y socavados por el gobierno de la llamada 4T que no admite límites a su actuación, ni siquiera el de la Constitución, misma que si es necesario modificarla lo hace con los votos legislativos que ya compró inmoralmente para lograrlo.

AMLO ha confrontado al poder judicial, a los organismos autónomos, a entes reguladores, a medios de difusión y hasta a la sociedad organizada, tildándola de “fifi”. La 4T no es sinónimo de república democrática, sino de autoritarismo. No es liberal, sino conservadora.


Exdiputado federal

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