Al principio de su mandato, MAM nos anunció que de aquí en adelante la ciudad crecería para arriba. Dicho y hecho. Por todos lados la desenfrenada especulación inmobiliaria destruye casas y levanta torres. Resultado: a todas las fuentes clásicas de contaminantes, se suman las toneladas de polvo, de polvos diversos, tierra, cemento, químicos, metales que lanzan al aire las obras. Eso agrava aún más el problema de la contaminación del aire, que, de por sí, es profundamente injusto. Puedo, con decisión mía, dejar de fumar o de tomar, bajar la velocidad de mi coche, comprar una silla para que viaje seguro mi nieta o mi nieto; pero no puedo dejar de respirar, y mi nieta no puede dejar de respirar cuando vamos juntos al parque, o a comprar un chocolatín a la esquina o una nieve un poco más lejos. El gobierno municipal nos aconseja usar la bicicleta para luchar contra la contaminación, pero cuando lo hago, aquí me espera la nube de partículas en suspensión y mi cuerpo las aspira: ojos irritados, bronquios afectados, sinus invadidos, pulmones ensuciados y no sé que le pasa a la sangre.

Hace muchos años, en 1985, un joven estudiante de la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN en Zacatenco, Gabriel F. Martínez Valois, y dos compañeros recibieron del laboratorio de Calor, Ondas y Fluidos, como proyecto final, medir cuánto polvo flotaba en el aire de la ciudad de México, con un medidor Venturi. Lo hicieron en temporada de lluvias, es decir, cuando menos polvo hay, antes del terrible sismo del 19 de septiembre aquel, que lanzó al cielo una millonaria cantidad de polvo. Realizaron las mediciones y encontraron 2.5 miligramos por metro cúbico de aire; para los estándares entonces señalados en EU, un miligramo de cualquier polvo por metro cúbico de aire era el límite aconsejado para evitar daños a la salud. Sin comentarios.

Con otro equipo de trabajo, en otro laboratorio del mismo Politécnico, encontraron que estábamos respirando plomo, cadmio, asbesto, residuos de carbón y de combustibles, hasta mercurio en pequeñas proporciones, y materias fecales. Al leer a Gabriel Martínez, me acordé de lo que nos dijo en 1988 nuestro pediatra Juan Semo: “Si las partículas fecales en suspensión estuviesen fosforescentes, la ciudad de México no necesitaría alumbrado público”. Han pasado muchos años desde aquel 1985, pero el único gobierno que hizo realmente mucho para mejorar la situación ha sido, hasta la fecha, el del regente Manuel Camacho.

No es consuelo saber que el problema es mundial y afecta a todas las grandes urbes, de México a Beizhing, pasando por Guadalajara y Monterrey, Londres y París. Incluso la contaminación surge de mil maneras: leo, con asombro, que, en la Patagonia chilena, la contaminación se dispara dentro de los hogares por el uso de leña húmeda para la calefacción, un combustible enemigo de los pulmones que aumentó los riesgos de patología cardiaca y pulmonar, cáncer y apoplejía…

¿Qué futuro nos espera? Tengo treinta años seguidos de respirar el aire de la ciudad de México y no me queda mucho futuro, por lo tanto, lo que me preocupa es el futuro de nuestros hijos y de sus hijos y nietos. Almudena Garrido y Guillermo Gándara, autores del libro Nuestras ciudades del futuro, manejan cifras de la OCDE para el año 2050: la contaminación atmosférica se convertirá en la principal causa ambiental de mortalidad prematura en el mundo; aumentará más del doble debido a la exposición a las partículas en suspensión.

¿Qué hacemos? Nada. El año pasado el gobernador de Nuevo León demostró que la ciudad de Monterrey se consideraba la más contaminada no sólo del país, sino de toda América; sin embargo, su gobierno disminuyó para 2017 el presupuesto de Protección Ambiental que de por sí era ridículo:115 millones de pesos que bajaron a 94 millones de pesos. Una revisión exhaustiva, estado por estado, ciudad por ciudad, nos daría la dimensión del problema, de la pesadilla. ¿Cuándo despertaremos, cuando lucharemos para conseguir información permanente y precisa? Sin presión, sin participación ciudadana, nuestros gobiernos, nuestras empresas no harán nada.

Investigador del CIDE
jean.meyer@ cide.edu

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses