En homenaje a Martha Érika Alonso y Rafael Moreno Valle, amigos excepcionales que
extrañaremos.

Desde la primera vez que el Ejecutivo mexicano ordena la entrega inmediata a Estados Unidos de un narco famoso y hasta la actualidad —es Ernesto Zedillo quien autoriza la deportación de Juan García Abrego— México accede a las peticiones de extradición sin importar que los homicidios, ejecuciones, tráfico y comercialización de droga hayan ocurrido en territorio nacional.

Cuando esto sucede, el gobierno mexicano abdica de su soberanía y no ejerce competencias de manera plena, a tal grado que los presidentes y las autoridades mexicanas —colocadas como blanco fijo de cualquier exabrupto oportunista— parecen inermes y doblegadas por el temor a los capos de la droga.

Es facultad de un gobierno, extraditar o negarse a ello cuando se trata de juicios de nacionales, lo que no está a discusión es la obligación de ejercer sus facultades y aplicar la soberanía en materia de justicia.

El hecho vergonzoso de esta abdicación a ejercer soberanía jurídica se repite como espectáculo cada vez que se lleva a cabo un juicio sobre un narcotraficante o delincuente mexicano en Estados Unidos: ante un gobierno nacional indiferente, un procesado declara allá lo que le viene en gana y, en el “toma y daca” entre fiscales y jueces que le ofrecen reducir su pena a cambio de una “actitud cooperativa”, sus dichos sacuden al sistema, a las instituciones, barre como quiere con la clase política, afecta a quienes se le pegue la gana, vulneran el derecho al honor y al buen nombre de personas que no conoce, todo ello sin poder probar ni uno de sus dichos.

A las solicitudes de extradición suele ocurrirles algo semejante. El extraditable arma de inmediato su defensa sobre la base de que es “víctima de una persecución política del sistema mexicano”. Estos casos se repiten al infinito cuando los sistemas judiciales de otros países, como Estados Unidos, utilizan regularmente la figura del testigo protegido o de los procesados e incluso sentenciados que testifican lo que quieren, de acuerdo con abogados y fiscales, bajo la promesa de reducir su condena o extinguir la pena en forma parcial si “colaboran” con la fiscalía. Declaren lo que declaren, así sean mentiras espectaculares, no pueden ser sancionados penalmente dada la garantía de protección e inmunidad que el sistema les confiere cuando así lo acuerdan con el fiscal y el juez. El sistema judicial allá les pone límites sólo si considera que hay razones de seguridad nacional que les impidan declarar o atribuir hechos a terceras personas.

El tema llega al extremo de que el presidente mexicano que autoriza la extradición suele ser siempre el primero en ser pasado a la piedra de los sacrificios para recibir las andanadas escatológicas que el juicio proyecta hacia nuestro país. Así le pasó al presidente Peña con el reciente proceso instalado en contra de Joaquín Guzmán Loera en Nueva York, pero también les sucedió a los presidentes Calderón, Fox, De la Madrid, Salinas de Gortari, López Portillo y el propio Zedillo.

En los juicios asistimos a un espectáculo montado contra México y su política, sus políticos y su sistema de justicia. El delincuente pasa a un segundo término y la defensa y la fiscalía coinciden en algo: señalar de manera escandalosa y acrítica el desastre del sistema de justicia de su vecino del sur y la brutal corrupción de toda la clase política mexicana; estas generalizaciones son una verdadera tragedia hecha costumbre por la que atraviesa México.

La soberanía judicial del Estado es la expresión de su ejercicio pleno y de poder legítimo. Si el Estado no es capaz de hacer justicia porque no quiere o no puede, ello equivale a reconocer la fuerza mayor de la criminalidad organizada. Si México se sigue mostrando incapaz de juzgar a los delincuentes del narcotráfico, está renunciando tácitamente a su soberanía judicial. Bajo esa tesitura tampoco estará en capacidad de procurar e impartir justicia.

El propio gobierno reconoce sus terribles limitaciones al proponer la legalización de la droga, la justicia transicional, la amnistía y otras acciones que contribuyan, de hecho, a ceder terreno a la impunidad y a reconocer la fuerza y poder real de la delincuencia organizada y del narcotráfico. Ello lo lleva a una posición difícil frente al derecho internacional y en especial en relación con los derechos humanos.

El Estado no debería renunciar a su soberanía ni a proteger los derechos humanos. La práctica de extraditar capos del narcotráfico (desde Zedillo a la fecha) niega y vulnera también el derecho de acceso a la justicia de los familiares y víctimas frente al Estado mexicano y viola el derecho internacional.

Como Estado soberano, México debería tener el poder y la fuerza legítima para investigar y perseguir todos los delitos y delincuentes. Esto es, asumir el reto de abatir la impunidad y dejar de ser obsequioso, disciplinado y obediente con el gobierno de Estados Unidos y de su sistema judicial.

Mientras esto no suceda seguiremos siendo parte del juego del gato y el ratón, símil de la relación que Elías Canetti utiliza para describir una falsa convivencia, tan subordinada, que sólo una de las partes juega a usar su fuerza hasta que aniquila a su pequeña presa. México no debería ya ser el ratón del felino judicial norteamericano.

Notario y ex procurador de la República

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