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Uno de los elementos comunes a los distintos movimientos anti sistema que han surgido a nivel mundial es el daño que ha hecho a las democracias el que la opinión y sentir de los ciudadanos sea sustituido por el saber de expertos por los que nadie votó y raramente son llamados a cuentas.
La visión tecnocrática se caracteriza por una fe ciega en su habilidad y conocimiento. Llevada al extremo, la tecnocracia es lo opuesto a la democracia en tanto plantea que el bien común puede identificarse objetivamente con base en saberes especializados. Frente a este poder —y sus dogmas— no hay cuestionamiento que valga y la participación de la sociedad carece de valor.
Precisamente uno de los principales vicios de las democracias contemporáneas tiene que ver con eso que la politóloga italiana Nadia Urbinatti llama “la democracia impolítica”, que no es otra cosa que el gobierno delegado a los expertos; uno donde se considera que los ciudadanos “no saben”, “no entienden”, no pueden opinar y tampoco decidir más allá de por quién votar cada cierto periodo de tiempo.
“No tenemos que consultar a los indígenas sobre la apertura de una mina en su territorio porque nada saben sobre extracción de metales del subsuelo”, parodiaba hace unos días José Merino en una fiel caricatura del pensamiento tecnocrático que niega la participación democrática, y bien aplica a la discusión del nuevo aeropuerto.
Hoy que podríamos estar frente a los estertores de esa tecnocracia que se instaló en México desde el salinismo, valdría la pena cuestionar —y decidirnos a combatir— al menos tres de sus legados más nefastos:
1) La trampa del “gestor neutral”. En Sospechosos Comunes, el personaje que protagoniza Kevin Spacey dice: “el mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía”. En esa misma línea se puede afirmar que la mejor jugada del neoliberalismo fue convencer al mundo de que su ideología no existía, que estábamos ante una ciencia rigurosa.
2) La exclusión por la vía del lenguaje. En lugar de explicar a la ciudadanía de manera sencilla la racionalidad de sus decisiones, traducir conceptos y hacerlos accesibles, el tecnócrata complejiza todo excesivamente porque allí radica su poder. En los próximos años la función pública debe asumir que está obligada a ejercer una labor pedagógica. En el tema del aeropuerto, por ejemplo, será fundamental traducir elementos técnicos en cuestiones que la ciudadanía sea capaz de digerir.
3) La incapacidad de bajar políticas al territorio. El tecnócrata gobierna desde sus oficinas y no suele hacer mayor esfuerzo por entender lo que sucede en las regiones. Por eso sus políticas fracasan frecuentemente. En pocos terrenos se expresa esto tan bien como en la política social, donde estamos llenos de programas que solo existen en el papel. Las delegaciones estatales que ha propuesto el presidente electo podrían jugar un papel clave para que el gobierno federal pueda gobernar desde el territorio y no desde el escritorio.
Durante los últimos 30 años la tecnocracia se convirtió en una élite de Estado, transexenal y poderosísima, que fue capaz de imponer su forma de pensar disfrazándola de sentido común. Así logró imponer un paradigma económico exclusivo (y excluyente), y nos hizo creer que era el único posible.
No será fácil superar los dogmas que han dominado la vida pública en nuestro país y han sido reproducidos de forma acrítica por los medios de comunicación y la oligarquía comentocrática. Nadie pretende prescindir del expertise y el conocimiento, sino de colocarlos en su justa dimensión para recuperar el valor de la auténtica política.
Investigador del Instituto Mora.
@HernanGomezB