Donald J. Trump, el presidente más caricaturizado y vilipendiado en sus primeros seis meses en el cargo, lo que se ha ganado a pulso, podría terminar siendo el que más transforme al anquilosado sistema político y partidista de su país.

Históricamente, EE UU ha apostado por el bipartidismo. Salvo algunas excepciones, las candidaturas independientes y los “terceros partidos” no han logrado trascender, no obstante los esfuerzos de activistas como Ralph Nader o de multimillonarios excéntricos como Ross Perot.

El problema de un sistema bipartidista es que, tarde o temprano, se topa con la incapacidad de uno, o ambos, partidos para representar adecuadamente a sus clientelas, que con el paso del tiempo se van volviendo más complejas, más diversificadas y por ende más exigentes y con frecuencia contradictorios entre sí.

Las democracias desarrolladas han enfrentado este reto de maneras por demás distintas: en Canadá o Gran Bretaña el surgimiento de un tercer partido, populista en el primer caso y neoliberal en el segundo. Alemania marchó por esa vía con los Demócratas liberales, pero supo responder al surgimiento de la sociedad civil activista con el Partido Verde (ese sí es de verdad) y más adelante a las contradicciones de la unificación con un partido de izquierda extrema para estándares alemanes y, tristemente, con alternativas de derecha y nostalgia extrema.

Estados Unidos, en cambio, reaccionó ante las transformaciones sísmicas de su sociedad y su diversidad con los reflejos de un hipopótamo borracho. Después de los escándalos de Vietnam, Watergate, Kent State y demás, el partido Demócrata se corrió ligeramente a la izquierda, con resultados desastrosos. Los Republicanos, un poco más ágiles, salieron a pescar a los votantes que los Demócratas abandonaron: clase medieros medios y altos del sur que habían aceptado a regañadientes a Kennedy y Johnson, pero no pudieron con McGovern y Carter. Esos, los “Reagan Democrats”, constituyeron la nueva base electoral del partido Republicano, que les otorgó doce años consecutivos en la Casa Blanca.

Pero (¿qué haríamos los opinadores sin esa palabrita mágica?) en este reacomodo, que solo eso fue, nadie se ocupó de un sector que ha resultado determinante de unos años para acá: la clase media baja que se siente marginada de los booms cíclicos, cada vez más alejada del sueño americano, cada vez más amenazada por las deudas, la pobreza, el descenso paulatino en la implacable escalera, o resbaladilla, social estadounidense.

El movimiento del Tea Party tuvo relativo éxito en el sentido de que logró que los Republicanos se corrieran a la derecha, pero no alcanzó para captar, o coptar, a esa extrema derecha que vive en la nostalgia no solo de los tiempos pasados de prosperidad, sino de las épocas en que ni mujeres, ni homosexuales, ni ateos ni mucho menos minorías étnicas amenazaban su status. En lenguaje llano, los viejos racismos y clasismos salieron a flote como mecanismos de defensa ante un mundo cambiante y una pérdida de competitividad.

Son esos los que votaron abrumadoramente por Trump, los que se encontraron en él, en su discurso simplista, nativista, xenófobo. Esos que se sienten mucho más amenazados por activistas LGBTT o afroamericanos que por neonazis o miembros del Ku Klux Klan. Esos para quienes todo se resume en un “es que son unos alzados, que no saben cual es su lugar”.

Y esos, que representan un porcentaje no despreciable (pero tampoco mayoritario) de los votantes estadounidenses, son los que están hoy desgarrando al Establishment Republicano que ve con terror cómo por un lado se adueñan no solo de la agenda, sino de escaños en el Congreso y hasta de la Casa Blanca, pero que al mismo tiempo reconoció que sin ellos su partido no puede ganar elecciones. Los Trumpistas son el veneno y el oxígeno del que hasta hace poco era el más solido y serio de los partidos.

Trump gobierna ya para ellos y solo hace pequeñas concesiones, simbólicas, al partido que lo llevó al poder. Pero ha estirado tanto la liga que cada vez más representantes de la vieja guardia del Grand Old Party se sienten ajenos, asqueados por esta turba nativista y cargada de odios. Y podría ser que sea esta oleada la gota que derrama el vaso, que haga que los Republicanos de cepa busquen recuperar “su” partido y expulsen a los extremistas, los dejen a su suerte para crear su propio movimiento.

Eso no solo sería lo mejor que le pudiera suceder al sistema estadounidense, pues los marginaría. Sería también, involuntaria y paradójicamente, la gran aportación de Donald Trump a su patria.


Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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