Desde mucho antes de que anunciara su candidatura a la Presidencia, Donald Trump era uno de esos personajes que acaparan la atención del espectador. Para bien o para mal, dependiendo del particular gusto de cada quien, es el reflejo de todo aquello que está/estaba bien con Estados Unidos.

Símbolo del emprendedor lleno de iniciativa o del feo rostro del capitalismo salvaje, Trump capitalizó esa imagen hasta convertirla en una marca primero y después en una bandera política que él probablemente desea que lo trascienda. Para construirla y desarrollarla ha corrido riesgos que otros evitarían, en hacer cosas que a muchos parecen indecorosas, aberrantes.

Más allá de los naturales tropiezos de un empresario de su estilo, Trump ha tenido una carrera ascendente en la que cada aparente error o gazapo termina favoreciéndolo. Apenas hace unos días se especulaba acerca de si podría no solo obtener resultados aceptables para los republicanos en las elecciones legislativas de noviembre próximo, sino incluso la reelección dentro de dos años.

Todo aquello que a los analistas y “expertos” o a los mortales comunes y corrientes como yo nos parecía políticamente suicida le ha dado réditos a Trump. Sus ataques a los mexicanos, los musulmanes, los migrantes, a aliados históricos de EU, a los medios de comunicación, encontraron eco entre su público. De la misma manera cada una de sus aseveraciones agresivas u ofensivas, su afinidad por grupos de extrema derecha, sus faltas de respeto al establishment, sus retos temerarios a lideres de otros países. Nada de lo que hacía Trump le costaba puntos con su base.

La sociedad y la política estadounidenses están tan crispadas y polarizadas que no resulta descabellado apostar por segmentos, en este caso el que llevó a Trump a la Casa Blanca: la clase media baja y media que se ha sentido olvidada y marginada durante décadas, cuyos niveles de vida no se han movido al igual que los de los más ricos, pero tampoco de los más pobres. Estancada, pues.

Esa clase media incomprendida por las élites de las costas, despreciada incluso, como cuando en plena campaña electoral Hillary Clinton pronunció las palabras que probablemente le costaron la elección, al referirse a los partidarios de Trump como una “canasta de deplorables”, es la que formó y sigue formando parte de la base electoral de Trump, y no hay esnobismo cosmopolita que alcance para nulificar su influencia y su peso electoral.

Todo ese idilio que les describo, queridos lectores, tal vez ha llegado a su fin. Subrayo que es solo una posibilidad porque en el pasado Trump ha comprobado su dicho de campaña de que “puedo balacear a alguien en la Quinta Avenida (de Nueva York) sin que me reste apoyo”.

En esta ocasión el presidente estadounidense no le disparó a nadie, ni siquiera verbalmente. Por el contrario, intentó defender a quien él considera un amigo: el presidente ruso Vladimir Putin, cuyo gobierno ha sido señalado por múltiples instancias de la comunidad de inteligencia (léase espionaje) estadounidenses de haber intentado infiltrar e influir en el proceso electoral de 2016.

Durante una conferencia de prensa que parecía salida de The Twilight Zone, aquella serie de TV sobre fenómenos paranormales, Trump salió a la defensa de los rusos, y por si fuera poco, criticó duramente a sus propias instancias encargadas de la seguridad nacional de no haber hecho bien su trabajo. Aunque después se desdijo, dio la impresión de cuidar más los intereses rusos que los de su propio país: de estar en manos de Vladimir Putin.

Y eso, apreciados lectores, es peor que balacear a alguien en la Quinta Avenida.

El tiempo dirá si con este rayón queda aniquilada la capa de teflón que ha cubierto a Donald Trump todo este tiempo o si la pasión de sus partidarios puede más que las razones de sus críticos.

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