El Cañón del Alacrán, dos cerros partidos abruptamente por un canal, es una barranca con trechos sin pavimentar, salpicado con cientos de casitas de madera y recubiertas con lonas afianzadas por ladrillos que se tambalean sobre tierra arenosa. Para llegar hay que descender por una rampa muy empinada. El temor natural es que los frenos del auto no resistan y caer en un canal de aguas negras, ése donde el sol ha creado el espejismo de que corre un río lleno de agua turquesa: en realidad es el reflejo de bolsas de plástico que flotan.

Para los habitantes de este barrio, ubicado al oeste de la ciudad, se ha vuelto habitual ver jóvenes de piel cobriza montando caballos. Saludan con una mano, sostienen las riendas con la otra.

Cientos de migrantes originarios de Haití se han establecido en El Alacrán —una comunidad asentada en uno de los perímetros de mayor pobreza en la ciudad—, donde sus habitantes aún se trasladan a caballo, usan sombrero de ala ancha y botas vaqueras.

Viven en una iglesia cristiana que se erige en los pies del cañón, donde no hay agua ni la luz. Tendrán que esperar hasta tres meses para que el Departamento de Seguridad Interior de Estados Unidos (DHS, por sus siglas en inglés) acelere las citas.

Hace un mes hasta 80 migrantes caribeños eran recibidos por día. Coincidentemente desde el anuncio que hizo el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Jeh Johnson, de que se endurecería el proceso para otorgarles asilo humanitario, sólo dan entrevistas a unas 20 personas diariamente.

Esto ha generado que los albergues en Tijuana estén al tope de su capacidad: muchos llegan, pocos se van. Por eso viven en El Alacrán, muy lejos de Estados Unidos, muy lejos de Miami, su destino final.

Agotado

Una cobija tras otra están extendidas en el piso: parece un gran edredón elaborado con retazos de tela. Hay uno, dos, hasta cuatro mujeres con niños en una pequeña colchoneta que apenas amortigua la dureza del suelo.

El Desayunador del Padre Chava es un comedor que hasta antes de la llegada de los haitianos ofrecía alimentos a los deportados mexicanos. Desde mayo pasado se convirtió en albergue, pero está rebasado.

Los gritos en creole exigiendo un espacio resaltan entre el bullicio. Los empleados contestan con desesperación, gesticulan, manotean. Están cansados. En el Desayunador del Padre Chava no cabe ninguna persona más; no pueden con un haitiano más.

Unas cuadras al norte, el albergue Juventud 2000, una casa habilitada por su propietario para recibir por las noches también a migrantes repatriados de Estados Unidos, se ha convertido en una “favela”.

En su pequeña cocina preparan avena; en uno de sus cuartos —donde fueron construidas literas de madera que se tambalean— 20 jóvenes caribeños comen tortas; ríen viendo chicas en sus celulares.

Afuera, fueron instaladas 150 casas de campaña para albergar a los haitianos que no cabían en el Desayunador del Padre Chava y otros refugios centrales. Ahí, a pesar de la desesperación, también impera la fiesta.

Desde sus teléfonos inteligentes se escucha reguee a todo volumen. Es de noche, juegan baraja y tararean una canción. Los shhh que emiten las mujeres que intentan dormir adentro de las tiendas rivalizan con las risas y otros piropos en francés que les lanzan.

Pero afuera, en la puerta, unos 20 recién llegados se amotinan desesperados. No tienen dónde pasar la noche. Una voluntaria trata de controlarlos y explicarles que también ahí se agotó el espacio.

Las tiendas de campaña que se instalaron en este albergue son arrebatadas: es el único lugar donde un haitiano puede tener un poco de privacidad, un espacio de un metro 80 que no tienen que compartir con nadie.

José María García Lara, activista y fundador de Juventud 2000, pega unas hojas con un mensaje en francés. “No se permiten transacciones económicas en este albergue”, sería la traducción al español.

—Hay que prevenir —advierte. El albergue se localiza en la zona norte de la ciudad, específicamente en una calle de picaderos, centros de distribución de heroína y cristal, operados por el cártel que controlan los Arellano Félix.

Pocas citas

Es de noche en Tijuana y en la calle Melchor Ocampo, donde se ubica un contenedor metálico de carga convertido en módulo de atención del Instituto Nacional de Migración (INM), aún hay fila. Es difícil distinguir sus facciones: hay poca luz, apenas un par de postes iluminan la zona. Migrantes haitianos, hombres, se aferran a sus mochilas como un padre a un bebé. La posesión más preciada donde llevan un par de cambios de ropa y una hoja de la que saben, dependerá su destino.

El permiso de tránsito que les entregaron en Tapachula, que les permitió atravesar el país durante 20 días. Una hoja con información personal y su fotografía, un requisito de la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) para otorgarles una cita.

Adentro del contenedor dan las nueve de la noche y personal del INM y la Dirección de Atención al Migrante del ayuntamiento sellan hojas automatizados, como en línea de maquiladoras.

A un lado está Rosario Lozada: “Niño, niña, mujer”. Lejos quedó su horario de salida: son las 10 de la noche y categoriza a qué refugio puede ir cada haitiano.

—Escuché una reunión de trabajo que el fondo de migralidad de los 300 millones se había disminuido. Sé que a Tijuana le llegarán siete millones, ante la contingencia los siete millones no pueden durar una semana —una semana para tres migrantes que se encuentran varados en Tijuana.

Comen mucho, dice, tres veces más la porción que estaban acostumbrados a darles a los migrantes deportados. Calcula: un platillo para un haitiano equivale a darle de comer a tres mexicanos.

Por eso los migrantes fueron enviados a El Alacrán. Viven en una iglesia cristiana Embajadores de Jesús, fundada por una profesora de preparatoria y un investigador.

Aquí se sienten cómodos e incluso en la pequeña comunidad donde sus residentes viven al día se han adaptado: andan a caballo, ayudan a los vecinos con sus bolsas de mandado. Agradecen estar ahí, los domingos cantan, rezan y bailan.

Hoy Katteline, una joven madre haitiana, de 32 años de edad y facciones delicadas, reposa en una colchoneta que Zaida Guillén, la profesora, consiguió a través de donaciones.

Para su cita falta mucho, de hecho aún desconoce la fecha en que podrá ingresar a Estados Unidos. Trae a su pequeña, una niña de pelo rizado que siempre está triste, porque en los montes que atravesó, una hierba le provocó una erupción alérgica y picores insoportables en el cuerpo.

Pero está aquí, dice, digna y sin lágrimas, es un triunfo. A pesar de los cientos compatriotas que duermen a su lado, sabe que llegará y que esto es una prueba más que superará: el otro año su pequeña estará sanando las heridas del camino con la sal del océano, de Miami en Estados Unidos.

El pasado 12 de octubre, el Instituto Nacional de Migración (INM) dio a conocer que de 1 de enero de 2016 al 4 de octubre ha entregado 14 mil 471 oficios de salida a extranjeros de nacionalidad haitiana y africana, quienes se han entregado voluntariamente en la Estación Migratoria Siglo XXI de Tapachula, Chiapas.

El delegado del INM en Baja California, Rodolfo Figueroa, indicó que no hay una estadística exacta del origen de estos migrantes porque es difícil corroborar su nacionalidad, pero a Tijuana han llegado alrededor de 2 mil 700 de estos migrantes para solicitar refugio a Estados Unidos; sin embargo, organizaciones civiles que apoyan a estas personas en Tijuana estiman que son 7 mil las que han arribado en los últimos tres meses.

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