El miércoles pasado el Papa interrumpió su tradicional misa en San Pedro para regañar a los presentes: “Cuando se dice ‘En alto nuestros corazones’. ¡No dice: ‘En alto nuestros celulares para sacar una foto!’. ¡No! ¡Eso es algo feo! Y les digo que me da mucha tristeza cuando celebro misa en la Plaza o en la Basílica y veo tantos celulares levantados, no sólo de fieles, sino también de algunos curas y obispos. ¡Pero, por favor! ¡La misa no es un espectáculo!”. Las palabras del Papa hacían referencia a los miles de celulares que grababan snapchats, Facebook lives e historias de Instagram mientras el Papa hablaba. Ante ello no queda más que preguntarse. ¿Tenía razón el Papa en enojarse?
Es difícil que un evento en el mundo contemporáneo logre exentarse de la lógica del entretenimiento que domina a nuestra sociedad. El Papa no es la excepción, su papado ha aprovechado los mismos medios, símbolos y lenguajes de ese mundo que critica. La portada de la revista Rolling Stone de enero de 2014 traía al Papa Francisco en la portada, tan sólo un par de meses antes que Neil Patrick Harris apareciera desnudo en ese mismo espacio. De la misma forma, se trata del primer Papa que ha transmitido en Facebook Live y su cuenta de Twitter es de las más exitosas del mundo. De hecho, su estrategia digital se adapta muy bien a la lógica del turismo de masas que el Vaticano ha adoptado en épocas recientes; transformando la visita espiritual en un paseo turístico. En ambos casos, la religión busca abrirse a nuevos públicos y, como consecuencia inexorable de ello, banaliza y simplifica lo espiritual.

Sin embargo, el Papa se confunde al creer que los celulares de los asistentes convierten la eucaristía en un espectáculo. Su confusión tiene que ver con la localización del foco de atención de esos celulares. Es decir, el Papa cree que su misa ha sido convertida en un espectáculo, cuando en realidad, su presencia en la misa ha sido utilizada como un elemento tangencial del espectáculo de la vida individual y personal de quienes lo graban. La cámara no se interesa en la misa per se, sino en la presencia del portador de la cámara en ella.

Entre los alfabetizados del mundo tecnológico, compartir nuestra vida privada en redes es sinónimo de existir. Hoy, pareciera que las vidas de los individuos adquieren valor en la medida en lo que son admiradas por otros. Hemos convertido nuestra realidad cotidiana en un gran show. El anglicismo es justificado: la palabra show significa enseñar, y lo que hacemos en las redes es construir un espectáculo en torno a la revelación de nuestro mundo. Como en todo show, competimos por rating, admiración y aceptación, y por ello tenemos que construir narrativas sexys y aspiracionales que les den misticismo, glamour y atracción a nuestras vidas. Estamos compitiendo por vender nuestra narrativa a un público con infinitas otras opciones de entretenimiento.

Pocos de los que han ido a una misa podrían quejarse de que se han convertido en entretenimiento. Lo que es cierto es que cualquier evento en el mundo contemporáneo tiene la plausibilidad de ser utilizado en la medida en la que aporte algún elemento a la marca del sujeto en cuestión. Una misa cualquiera puede ser usada como un elemento contingente de quien busque construir una narrativa de espiritualidad en su historia de Instagram; de la misma forma en que alguien que va al gimnasio filma la máquina de pesas para demostrar que lleva una vida “saludable” y tiene un cuerpo en forma. Grabar al Papa no convierte al Papa en un espectáculo (aunque él ya lo sea por su propia cuenta), más bien, convierte al Papa en un elemento narrativo del espectáculo de la vida de quien está grabando.

Dicho esto, el Papa ha abierto una discusión importante: ¿cuales son los límites de la vida como espectáculo? La pregunta es compleja porque justamente, como al Papa, a todos nos es difícil darnos cuenta en qué grado somos nosotros mismos los cómplices de que todo se haya convertido en un show.

Analista político

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