La situación en Venezuela es crítica. La posición geopolítica de esta nación sudamericana es fundamental para la estabilidad de la región, por lo que aquello que está en juego trasciende las fronteras de este país. Ya no solo se trata de la permanencia de Nicolás Maduro en el poder o el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente, sino de la viabilidad democrática del país en el corto y mediano plazo.

Venezuela se encuentra sumida en una crisis política y económica profunda desde hace tiempo. La riqueza petrolera se encuentra disminuida, mientras que las políticas económicas y monetarias han provocado una inflación inédita. Todo ello ha derivado en crisis social sin precedentes, dado que gran parte de los venezolanos viven en la pobreza económica y alimentaria.

En lo político, la oposición se ha mantenido firme en su postura contraria al régimen a lo largo de los años, primero con Hugo Chávez y luego con Nicolás Maduro. Desde 1998, el oficialismo desmanteló de manera progresiva las instituciones y contrapesos democráticos hasta consolidarse como un gobierno autoritario que amenaza de forma cotidiana las libertades más básicas.

La descomposición democrática se acrecentó paulatinamente desde las elecciones legislativas de 2015, cuando la oposición obtuvo mayoría legislativa, algo que luego fue desconocido por Maduro al impulsar la creación de una nueva Asamblea Nacional. A partir de ello, Maduro y su gobierno se debilitaron hasta llegar las elecciones de 2018, en las que impidieron la participación de los opositores, con lo que obtuvieron el repudio internacional.

La cerrazón del gobierno de Maduro ha marcado las relaciones políticas, las decisiones económicas y la situación social en Venezuela. Hasta antes del ascenso de Guaidó como presidente alterno, Maduro demostró nula disposición al diálogo al interior de su país —el encarcelamiento de Leopoldo López es la mejor prueba de ello—, y desdeñó repetidamente las críticas desde el exterior.

El multilateralismo en este caso ha fracasado en cuanto que ni los países que apoyaban a Guaidó ni los que llamaban al diálogo entre oficialismo y opositores —México y Uruguay— lograron impedir que la situación escalara hasta llegar al punto actual.

Aunque las vías pacíficas para solucionar la crisis parezcan agotadas, la región y los países del mundo deben tender su mano al pueblo de Venezuela, que es el que permanecerá al final del proceso. En la conclusión de este camino de democratización se avizora violencia por la confrontación entre la fuerza que mantiene Maduro y la fragmentación de su régimen. Hoy, más que nunca, Venezuela necesita a todos.

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