La semana pasada en varios lugares de la República mexicana hubo levantamientos armados por parte de los ciudadanos. Algunos de ellos organizados por las proclamadas auto-defensas, como en el caso de Michoacán, quienes, fusil en mano, arrebataron sus armas y sometieron a los miembros del ejército mexicano que las custodiaban. Algunos comentarios aplaudieron los actos calificándolos de heroicos por tomar la justicia en propia mano, otros, en cambio, aminoraron los hechos diciendo que son unos cuantos grupos de “revoltosos” y nada más. Mientras que otros etiquetaron a estas personas como delincuentes.

Darle forma de romanticismo, arrojar estos hechos a la trivialidad o juzgar a los individuos antes de cualquier proceso o prueba, implica que no estamos comprendiendo nuestra realidad; estamos siendo imprudentes.

De la forma en que son contados algunos pasajes de nuestra historia, la forma en que ciertos autores describen algunos hechos históricos, biógrafos y anecdotarios, todos en algún momento nos han hecho pensar y creer en que hay algo de romántico y noble en las revoluciones y en las guerras. Que éstas tienen un carácter de valentía o que son el foco donde aparecen héroes que vencen a terribles villanos.

Dejemos algo en claro, no hay nada de romántico en una revolución, ni nada tiene de heroico matar con un fusil, reclamar las armas y lanzarse al infierno de las balas. La guerra nunca podrá cumplir con las esperanzas de ese romanticismo heroico, ni las revueltas sociales serán la encarnación de la justicia. Todo lo contrario, si existen esos actos bélicos es porque la gente carece, porque alguien no está haciendo su trabajo y hay quienes esperan respuestas. Fundamentalmente, porque no hay justicia. Sí, por que la gente tiene hambre, porque tiene frío, porque tiene sed, pero sobre todo, porque quiere seguridad.

No querer ver eso es tratar de buscar una justificación, escondida, detrás de la carencia social. Cuando la gente se levanta en armas, cuando entienden que la única salida que tienen es la justicia en propia mano, es porque ya las personas no tienen nada qué perder. Cuando la gente se encuentra desesperada, cuando ya han perdido familiares, tierras, propiedades, comida, trabajo, cuando ya no les queda más, mas que la violencia. Estar dispuesto en esas circunstancias a recibir una herida de muerte, no es morir heroicamente sino morir en la desesperación.

Una ausencia de confianza en las instituciones y un mundo que cada vez se hace más chico y la economía se vuelve más frágil, comienza a orillar a muchos mexicanos a recurrir a la violencia para protegerse, para defenderse …para desquitarse.

Estos actos son señales de una situación más profunda, síntomas de una enfermedad que acosa a un país desesperado y que no se ha sabido curar. No es exactamente la ausencia de recursos económicos la que genera actos de violencia; estos no se subsanan dándole a la gente un monto al mes. Hay enojo ante la incertidumbre, ante la zozobra, ante la ausencia de respuestas, porque frente a un panorama de problemas que no se re suelve, lo único que queda es, al fin y al cabo, la desesperación.

Mientras tanto, se siguen buscando culpables y soluciones donde no las hay. Actitud de recuerdo perenne, marcada por las palabras de Shakespeare en el Rey Lear: “La estupidez del mundo es tan superlativa que, cuando nos aquejan las desgracias, normalmente producto de nuestros excesos, echamos la culpa al sol, la luna y las estrellas, como si fuésemos canallas por necesidad, tontos por coacción celeste; granujas, ladrones y traidores por influjo planetario; borrachos, embusteros y adúlteros por forzosa sumisión al imperio de los astros, y tuviésemos todos nuestros vicios por divina imposición”.


Magistrado del TSJCDMX.
Exembajador de México en los Países Bajos.

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