Hay un dicho latino que de repente cito para impresionar a las visitas. Dice así: “Habent sua fata libelli”, lo cual significa sencillamente que los libros (“librillos”) tienen sus hados, es decir: sus destinos curiosos, accidentados, extraños. Es verdad. Hace poco leí acerca de uno de esos “librillos” y su hado extraordinario.

Es un hecho que en mi juventud me acerqué, con respeto reverencial, a ese tomazo de Jean-Paul Sartre, hirsuto y laberíntico, de la filosofía moderna que tiene el título, intimidante por decir lo menos, de El ser y la nada.

Acercarse a ese libro no significaba leerlo, caray; pero mi caso era diferente: en mi adolescencia y primera juventud pensé muy seriamente estudiar filosofía, aunque la vida me disuadió en la forma de un trastorno mayúsculo que todo lo cambió; hablo del movimiento estudiantil de hace 50 años. Sin entender gran cosa recorrí varias decenas de páginas del libro de Sartre y luego heroicamente lo dejé por la paz para no volver a abrirlo en los días de mi vida. Luego me enteré de un detalle que me hizo sonreír: ese libro era, en una forma muy directa, hijo de la bencedrina, que Sartre tomaba alegremente para sostener las largas vigilias de sus escrituras filosofantes.

Al paso de los años participé en un libro que lleva el mismo título que el de Sartre, El ser y la nada, pero que es del todo diferente: contiene fotografías muy hermosas de Pedro Tzontémoc y un módico texto mío. Lo publicó Artes de México y a Tzontémoc y a mí nos dejó muy contentos, cómo no.

Trato de imaginarme París en los años de la ocupación alemana. Me ayuda el libro de Agnès Poirier titulado Left Bank, es decir: la orilla izquierda de París. Y allí, en esas páginas encuentro la historia que quiero contar, o mejor dicho: re-contar, volver a referir, después de leer a Agnès Poirier.

En los años de la ocupación alemana comenzó a circular en su primera edición de El ser y la nada. El legendario editor Gaston Gallimard lo publicó y uno supone que se entregó estoicamente a la resignación: no podía rechazar un libro así, de un autor como el filósofo más notorio de la Rive Gauche, ya muy reconocido a esas alturas; pero a la vez lo atormentaban dudas angustiosas: ¿cómo haría para vender semejante librote, en tiempos tan difíciles, más bien, se diría, imposibles? La sorpresa de Gallimard fue mayúscula: al poco tiempo de la publicación de El ser y la nada, los informes de ventas no podían ser mejores; eran verdaderamente abundantes. El editor no daba con la explicación del portento.

Las circunstancias de la Francia ocupada le darían las razones del “éxito” del grueso volumen sartreano, cientos de páginas que cifraban los postulados principales de la filosofía existencialista. El libro de Sartre pesaba exactamente un kilogramo: era utilizado para calcular el peso en las básculas, pues el cobre que se usaba había sido confiscado para fines de la guerra.

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