En la plaza del Museo Diego Rivera Anahuacalli, junto a sus siete esculturas de piedra, algunas de las cuales llegan a pesar 15 toneladas, el artista Jorge Yázpik (Ciudad de México, 1955) dice: “No tienen títulos, ni siquiera sé qué es escultura; son objetos. Te emocionan o no. Es como llegar ante un árbol, lo quieres tocar, pues lo tocas”.

Están hechas para ser tocadas, vividas, para entrar en ellas, subirse a ellas, abrazarlas. Son parte de la exposición Jorge Yázpik, que se inauguró el pasado sábado en el Museo Anahuacalli.

Una serie de obras que juega con la riqueza escultórica que es inherente a ese recinto, piezas que van apareciendo poco a poco en rincones del interior del edificio como si se tratara de una serie de pistas que hay que seguir.

En total, la exposición está conformada por 49 obras, 42 en el interior y siete en la explanada. Las obras están hechas en piedra, obsidiana, madera, jade y hoja de oro. La muestra, que estará hasta el 30 de agosto, es presentada con el apoyo del Museo Fernando García Ponce-Macay.

“Las piezas son una sola —dice Yázpik—. Como se trabaja en talla directa, automáticamente tienes que trabajar a partir de lo que la forma te dice. No puedes menospreciar porque terminaría siendo un chasco. Cada piedra, como cada persona, es diferente. Por lo tanto hay que tratarla de diferente manera. Hay que respetar sus características y trabajar con ellas para que una forma pueda brotar de ellas”.

De dimensiones tan diversas como diversos son sus materiales, las obras están pensadas por el artista como objetos ante los cuales cada persona puede tener una experiencia individual. Además, Yázpik le propone al espectador que se acerque a tocar las obras grandes: “El sol les hace algo, la lluvia también, hay que agarrarlas, subirse, meterse, lo que sea... es un juguete. Es al revés de otras, es un objeto que tocas, cierra los ojos, abrázala, siéntela”.

Ante las obras se pueden constatar diferencias, como de materiales y dimensiones, pero Yázpik consigue trazar un lenguaje común que toman a partir de su intervención sobre la roca, a veces con cincel y martillo, y en otras con materiales más delicados.

“Aunque todas tienen un lenguaje que es próximo, son distintas, es una persona o personaje distinto. Son caminos largos que no sé ni cuándo comienzan ni cuándo acaban”.

Algunas de las piezas fueron hechas con piedra de San Salvador el Seco en Puebla, y otras son de los alrededores del Popocatépetl, el jade es de Centroamérica, la obsidiana viene de Jalisco.

Cada material es muy importante para el artista; tras muchos años de trabajar con éstos, tiene personas que en esos lugares le ayudan a ubicar las piedras idóneas. Cuando llegan al taller, en todo caso, hay un momento de reconocer ese objeto, estudiarlo: “Es conocer a alguien; cada una es diferente. Es verla para entender qué está diciendo en sí misma la pieza. Puede ser pequeña o de seis metros. La escala es fascinante porque la percepción que uno tiene ante ellas es determinante. Es como un viaje de Gulliver, hay una sensación diferente siempre”.

Las esculturas puestas en la plaza son de grandes dimensiones, algunas están ensambladas, o conservan la textura original, otras tienen cortes; en el interior hay obras más pequeñas, que se ven muy afectadas por la luz tenue; hasta arriba está una obra de grandes dimensiones con el plano del Lago de Texcoco y en torno de éste hay piezas que remiten a las plazas públicas como lugar de encuentro y vida.

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