La excusa que se repite —casi como mantra— para no aceptar cambiar el régimen de prohibición: ello no reduciría la epidemia de violencia que padecemos. “Más debate”, piden algunos candidatos, como si los múltiples foros de este sexenio no hubieran sido suficientes. “La legalización no resolverá la violencia en el país”, dice otro.

Modificar la política de drogas no cambiará, por sí sola, la ola de violencia que hoy padecemos. Si bien la prohibición y su implementación la llevaron a los niveles que hoy vivimos, es necesaria una transformación profunda del Estado, hoy corroído por la corrupción y la ineficacia. Para atender la crisis se requieren instituciones de procuración de justicia eficaces, la priorización de recursos institucionales, la restructuración y profesionalización de las policías, la desmilitarización de la seguridad pública, la habilitación de espacios comunitarios y públicos, el mejoramiento de la confianza en las instituciones de seguridad, la participación ciudadana, entre otras cosas. Es necesario un proceso nacional —que pasa por los ámbitos locales y federal— y de largo plazo —que tardará más de un sexenio en concretarse—. El cambio de la política de drogas es indispensable en este proceso. La prohibición cuesta. Distrae recursos públicos que se necesitan en salud o para atender delitos violentos, búsqueda de personas, identificación de cadáveres, mejora de salarios a policías o recursos materiales de las fiscalías.

Un cambio en la política de drogas, además, puede resolver un tipo de violencia específico: aquella que el Estado diariamente ejerce contra numerosos sectores de la población. El sistema penal es particularmente violento. Desde las policías que realizan las detenciones hasta las cárceles que sancionan los delitos, tenemos un sistema que sistemáticamente violenta derechos y desprecia la dignidad humana. Las violaciones cometidas por policías, marinos o militares al realizar operativos y detenciones están documentados en muchos informes y reportajes. También hay registro amplio de las injusticias que se cometen —contra víctimas y detenidos— en las fiscalías a lo largo y ancho del país. Los centros penitenciarios niegan bienes básicos como comida, agua, ropa, zapatos, jabón, papel de baño o medicamentos y son las familias de los privados de la libertad quienes deben pagarlo. Además, viven en violencia constante. De acuerdo con la CNDH, en 2015 se registraron 1,382 riñas y 54 homicidios en los reclusorios.

Los problemas del sistema penal no sólo afectan a delincuentes (la mayoría de las veces acusados de delitos menores). Sentenciados, procesados, familias y autoridades están expuestos a la violencia del sistema y frecuentemente la reproducen en otros contextos. La política de drogas es implementada por esas instituciones, caracterizadas por los excesos y la arbitrariedad. Miles de jóvenes, hombres y mujeres, desfilan anualmente por ese sistema, por poseer pequeñas cantidades de droga (la más frecuente es la marihuana), por venderlas o cargarlas de un punto a otro.

Nuestra política de drogas es un instrumento de violencia, dirigido contra poblaciones específicas: jóvenes (de contextos marginados y frecuentemente percibidos, por su condición social, como peligrosos para la sociedad) y campesinos. En nombre de la salud pública —una víctima sin rostro—, se detiene, procesa y encarcela a miles de personas anualmente; se destruyen plantíos en comunidades que viven en pobreza; se contaminan ríos y lagos con químicos peligrosos y se despliega al Ejército en abierta violación al texto constitucional. Se crea así una relación perniciosa entre ciudadanos y gobierno, entre comunidades y Estado. Regular las drogas es un paso necesario para detener la violencia; no suficiente, cierto, pero indispensable. La información que tenemos lo deja claro, lo que falta son decisiones.

División de Estudios Jurídicos CIDE
@cataperezcorrea

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