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Hoy en día, la corrupción ya no sólo es asunto de politólogos, es un tema que se ha vuelto popular y está en boca de los mexicanos, no sólo por ser bandera de los partidos de opción para exhibir a los funcionarios en turno a todos los niveles de gobierno, sino porque las redes sociales se han convertido en un medio de difusión, discusión, crítica, burla y en algunos casos de contraloría ciudadana.
Varias organizaciones tratan de capturar y medir este fenómeno. Transparencia Internacional publica un “índice de percepción de la corrupción”, el cual ha sido tomado de referencia obligada y cuyos datos se usan frecuentemente en los análisis. Según este indicador, los niveles de percepción de la corrupción en México son significativos y se ha logrado poco para reducirlos. En 2014, el país obtuvo una calificación de 35 puntos de 100 posibles y el lugar número 103 de 175 países estudiados, lo que lo ubica entre los más corruptos.
La definición más común de corrupción es la que la delimita como el uso (o abuso) de un cargo público en beneficio propio. Entre los actos delictivos que un funcionario del Estado puede cometer ubicamos el peculado, el fraude y la malversación de fondos. Estos actos implican un perjuicio evidente y directo para la economía del país, daños que varios organismos han tratado de estimar. Uno de los más destacados es el presentado por el Fondo Monetario Internacional, que relaciona la percepción de la corrupción con el impacto en el PIB. Para nuestro país el organismo ha calculado que un alza en 10% en la percepción de la corrupción, crea una pérdida de 2% en el PIB.
Ahora bien, un tema destacado es que los estudios sobre percepción de la corrupción, es que se basan en encuestas que se realizan a los privados, empresarios y ciudadanos quienes se refieren a la actitud de los funcionarios públicos y no a las propias y mucho menos a sus actos. La corrupción tiene un contexto más amplio, no sólo se circunscribe a los actos de los funcionarios. Es bien sabido que en el soborno y/o la extorsión a los funcionarios necesariamente intervienen al menos dos partes, uno de ellas es el privado.
Los beneficios para los privados al propiciar, alentar o directamente corromper a un funcionario público, tienen en una primera instancia impacto directo en la economía de cada empresa, lo cual es difícil y complejo de medir. Una forma de dimensionarlo estriba en lo que las empresas o empresarios “consiguen” con la corrupción, entre lo que se puede enumerar la obtención de un contrato de suministro de bienes y servicios; condonaciones en multas, tarifas e incluso impuestos; subsidios o beneficios destinados de los que no se es sujeto o “población beneficiaria”; ahorros en tiempos de trámites, permisos y licencias no cabalmente validados, entre otros.
Al exterior de las empresas, los actos de corrupción fomentados por los privados tienen repercusiones económicas negativas. Una evidente es que la práctica del soborno eleva los costos de transacción, lo que inhibe las inversiones sobre todo de empresas pequeñas y medianas que no pueden competir con las grandes en esos términos. En la misma línea, inhibe la inversión por parte de empresas extranjeras por falta de certeza jurídica y aumento de riesgo país. De igual forma, con la practica corruptora se desvían recursos que podrían destinarse a capacitación de personal o inversión en innovación.
Entre los indicadores más destacados de las conductas corruptoras de los privados, están varios de los componentes del Índice Global de Competitividad del Foro Económico Mundial. Uno es el llamado “índice de pagos irregulares y sobornos”, en el que nuestro país es ubicado en la posición 103 de 140 en la edición 2015-2016, lo cual es de llamar la atención por que no es exclusivo de los funcionarios públicos, los privados tienen igual responsabilidad. Esto se refleja en el indicador de “conducta ética de las empresas”, en el que México está en la posición 111.
Sobre la corrupción han hablado muchos líderes, incluso el Papa Francisco en sus homilías ha llamado a que sea combatido este flagelo practicado por los “devotos del dios del soborno”. Más allá del misticismo, la corrupción es un cáncer que nos carcome y prevenirlo o combatirlo depende no de leyes, políticas o castigos severos, depende de la actitud de los ciudadanos, funcionarios públicos, políticos y empresarios. En México se ha avanzado, pero falta mucho por hacer. Muchos analistas dicen que la corrupción está en nuestro ADN. Desde hace tiempo nos lo han dicho, sólo baste recordar las palabras del cineasta Luis Buñuel en su libro El último suspiro, “México es un estado fascista atenuado por la corrupción”. ¡Ahora es el momento de desmentirlo y actuar en consecuencia por el bien del país!
*Presidente de Consultores Internacionales S.C.
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