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La identidad nacional, el patriotismo y el orgullo cultural de nuestros orígenes deben entenderse primordialmente de manera cívica, a través de la observación de la ley, el ejercicio pleno de nuestros derechos, el compromiso con nuestras obligaciones, el fomento de los lazos de solidaridad, el trabajo progresivo por la inclusión social y la resolución de nuestras diferencias de manera colectiva, pacífica y ordenada.
Por desgracia, en diversos momentos de la historia la pertenencia a una raza, grupo étnico o territorio se ha presentado como razón para pregonar una superioridad sobre otros pueblos o grupos minoritarios. En la mayoría de las ocasiones esta presunción se traduce en prácticas opresivas y discriminatorias que no son exclusivas de alguna latitud; suceden lo mismo en regímenes autoritarios como en democracias consolidadas.
Yuval Noah advirtió en su obra “21 lecciones para el siglo XXI” que los muros y las barras de control de acceso vuelven a estar de moda, la resistencia a la migración y a los acuerdos comerciales aumentan, gobiernos en apariencia democráticos socavan la independencia de sistemas judiciales, la libertad de prensa y califican de traición a cualquier tipo de oposición.
En la última década, los movimientos nacionalistas de extrema derecha han ganado terreno en el continente europeo. Los partidos políticos con plataformas que se sitúan en contra de la integración europea, la migración o la presencia de culturas extranjeras han surgido en la mayoría de los países de la Unión Europea, por ejemplo en Alemania, Francia, Grecia, España, Hungría, los Países Bajos o Suecia.
En este contexto, las elecciones de diputados al Parlamento Europeo se llevaron a cabo en recientes días. Instituido en 1958 como Asamblea Parlamentaria Europea, y como Parlamento Europeo desde 1962, este cuerpo colegiado de eurodiputados ha servido como una suerte de termómetro político que mide la fuerza de cada ideología en la Unión Europea. En años anteriores, los partidos nacionalistas de derecha alcanzaban apenas algunas decenas de eurodiputados. Sin embargo, los más recientes comicios confirmaron su avance, pues la derecha radical antieuropeísta, nacionalista y xenófoba alcanzó alrededor de 170 escaños de un total de 751.
Aunque todavía no representan una mayoría, el auge del nacionalismo de ultraderecha debe llamarnos la atención debido al impacto que puede tener su agenda en el Derecho. Asuntos como los tratados internacionales, las políticas comerciales, la integración regional, la migración, el combate al terrorismo y la seguridad han sido abordados desde posturas polémicas por estos movimientos. De ganar el poder, como en otras latitudes, estos movimientos no solo reconfigurarían el discurso y actuar político sino que existiría el riesgo de desmontar el entramado jurídico-institucional vigente, vulnerar derechos humanos y atentar contra la paz social.
El historiador Stanley Payne señalaba que el fascismo europeo del siglo XX se debió en gran medida a una “intensa dislocación económica, conflicto social y anomia cultural que llevó a una especie de colapso espiritual que permitió el auge de nuevas formas de nacionalismo radical”. ¿Qué debe hacer una democracia frente a estos movimientos? Antes que todo, emprender una defensa constitucional del Estado de derecho para salvaguardar las instituciones democráticas, la defensa de los derechos humanos y los contrapesos políticos. Pero también, es urgente atender las causas que han llevado a las sociedades a simpatizar con ideas racistas, xenófobas, misóginas y antidemocráticas. Allí radica uno de los grandes retos del Estado constitucional del nuevo siglo.
Consejero de la Judicatura Federal
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