El día de hoy se conmemoran los 50 años de uno de los sucesos más ominosos de nuestra historia. La masacre perpetrada por el Estado mexicano contra el movimiento estudiantil de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.

Ese día, un desplegado publicado en la prensa nacional clamaba: “México entero con Díaz Ordaz”, quien a unas horas de la concentración que se celebraría en Tlatelolco había advertido: “No queremos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario (…) Hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos”.

Para su gobierno existía un plan internacional de subversión, concebido en La Habana y en Praga, en el que participaron mexicanos de organizaciones políticas de izquierda como el Movimiento de Liberación Nacional y el Partido Comunista.

El gobierno no entendía que el movimiento estudiantil canalizaba la asfixia impuesta por un régimen autoritario que, al cobijo de un crecimiento económico sostenido y una falsa estabilidad política, impedía cualquier espacio de participación política al margen del aparato de control del poder.

Las heridas derivadas de la cancelación del internado en el IPN en 1956, del aplastamiento a la huelga ferrocarrilera de 1959, de la represión al movimiento magisterial en los 60 y del asesinato de Rubén Jaramillo y su familia en 1962, continuaban abiertas.

A 50 años de estos sucesos vale la pena destacar algunos aspectos del contexto en que se desarrolló el movimiento:

El movimiento estudiantil tuvo carácter nacional; no se circunscribió a la Ciudad de México ni a la Unam, al Poli o a Chapingo, sino que involucró a otras instituciones públicas de educación superior, como la Escuela Nacional de Antropología, la Universidad de Guadalajara o la Escuela de Agricultura Hermanos Escobar; pero también a universidades privadas como la Universidad Iberoamericana y la Universidad del Valle de México.

Tampoco se trató de un movimiento estrictamente estudiantil. La movilización de los jóvenes del 68 permitió articular la inconformidad contra un régimen autoritario esmerado en sofocar cualquier tipo de oposición, sumando las demandas de libertad de presos políticos, así como las de libertad sindical de un importante sector de trabajadores; de reparto de tierras por organizaciones agrarias, y las de un creciente movimiento urbano en demanda de vivienda, en un país que había dejado de ser predominantemente rural.

Representó, además, la confluencia de jóvenes de todo el mundo, quienes, en medio de la Guerra Fría, dieron lugar a movimientos por la paz, el fin de la guerra de Vietnam y del colonialismo, y la defensa de la Revolución Cubana.

Y de manera particular, fue la rebelión de los jóvenes contra una sociedad autoritaria, contra la familia patriarcal, el despotismo en las escuelas y en las iglesias. Una ruptura contra el orden establecido y la emergencia de una nueva cultura en búsqueda de libertades, de la paz, el amor libre, el feminismo, la protección de la naturaleza, así como el surgimiento de nuevas formas de expresión: el rock, proscrito entonces por el gobierno y por la iglesia que lo consideraba “música diabólica”, en la literatura de la onda, en el teatro al desnudo, en la pintura abstracta. Una ruptura contra un modelo que exaltaba el individualismo y el consumismo para alcanzar una nueva sociedad, y edificar al hombre —y la mujer— nuevo: “Seamos realistas, alcancemos lo imposible”.

La represión sofocó al movimiento, los Juegos Olímpicos se celebraron y Díaz Ordaz asumió la responsabilidad por los sucesos, pero no pudo detener el cambio. Al cumplirse cincuenta años de la brutal represión al movimiento estudiantil de 1968, el sueño y los ideales de los jóvenes estudiantes han derrotado al viejo Estado. 2 de octubre no se olvida.

Diputado del Congreso
de la Ciudad de México

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